Valores y disvalores

Que el mundo fue y será una porquería ya lo sabía Discepolín allá por los años treinta del siglo XX. Y si ese siglo se presentaba como un despliegue de maldad insolente a la lúcida percepción del filósofo popular, no se me ocurre qué podría decir hoy  a comienzos del XXI  si resucitara. La crisis de valores que por entonces (en aquella entreguerra frívola) ya se insinuaba parece estar llegando a su punto culminante en nuestros días; seguimos viviendo el tiempo del desprecio.

Dejando de lado la paradoja cruel que Bush instaló al pretender pacificar el mundo por medio de la guerra, son múltiples las muestras del descaecimiento de los valores que aqueja al mundo contemporáneo. Y en este mundo globalizado, Uruguay también sufre la crisis de valores. A tal punto que el matutino El País dedica todo un editorial al tema. En su edición del martes 10 y bajo el título «Cosecha de antivalores», el analista se queja amargamente al abordar la problemática de los valores en el sistema educativo. Los actos vandálicos contra el Liceo 12 de Montevideo y el de Solymar son el disparador que hace reflexionar al editorialista. Por supuesto  no faltaba más  aparece otra vez la nariz del diputado Gustavo Borsari (se ve que sigue dando réditos) que se suma a la agresión sufrida por el ministro Fau y señora en el entierro de Seregni. Nunca se me hubiera ocurrido que alguien sería capaz de vincular hechos tan dispares ni que una pelea callejera podría atribuirse a la crisis de valores, pero en fin, siempre se aprende algo nuevo.

Parece que el que le rompió la nariz de una trompada al diputado herrerista no recibió del sistema educativo la necesaria dosis de patriotismo. Sí, amigo lector, no se asombre. Paso a explicarle. El autor entiende que la culpa de todo esto la tiene el sistema educativo y que las fallas vienen de larga data (a los docentes hay que denostarlos en cada oportunidad propicia). «La problemática uruguaya de los últimos tiempos está vinculada a esta pérdida de valores que debilita nuestra educación y, por ende, modifica nuestra identidad. ¿Cómo puede haber heroicidad, coraje cívico y espíritu de sacrificio nacionales por parte de quienes se formaron sin rendir culto a los héroes, sin cantar el himno ni saber su letra y sin mostrar respeto a la bandera y a otros símbolos patrios?» (sic). No lo dice el editorialista, pero de allí se puede inferir que seguramente Bordaberry, Rapela, Méndez, Alvarez, Blanco, Paulós y todos los civiles y militares vinculados con el régimen de facto, no fueron educados en esos valores de exaltación patriótica.

De otro modo, ¿cómo explicar las torturas, violaciones, asesinatos y desapariciones que se llevaron a cabo durante los años de plomo y que son conductas moralmente un poquito más piores que el puñetazo en la nariz de Borsari o los empujones al ministro de Defensa?

Y volviendo al Cambalache discepoliano, aquello de que es lo mismo un burro que un gran profesor ha quedado superado por el incidente en el IPA. La actitud del profesor Torres Mega (profesor de Educación Moral y Cívica, vaya ironía) me hizo viajar en el tiempo hasta comienzos de los dorados años sesenta, cuando los miembros del MEDL, LOA, Alerta y otros grupos democráticamente anticomunistas precursores de la JUP se dedicaban a dibujar cruces gamadas con hojas de afeitar en el cuerpo de militantes de izquierda, organizaban provocaciones diversas y arrojaban bombas de olor en el Paraninfo; todo esto bastante antes que el MLN existiera ni aun en estado embrionario (bueno es recordárselo a quienes atribuyen a la guerrilla urbana la responsabilidad por la desestabilización que condujo al golpe de Estado, dicho sea entre paréntesis). En fija que el profesor Torres, de botija, no rindió culto a los héroes ni cantó el himno con respeto, si no, no habría gaseado el acto en memoria de Líber Arce, ¿no lo cree usted, señor editorialista?

¿Y qué nos propone para desfacer el entuerto? La receta es sencilla: hay que formar docentes capaces de inculcar el fervor patriótico de que carecemos; y docentes de docentes, porque los actuales están ya corrompidos por el marxismo y ejercen un grosero proselitismo.

El articulista quiere niños puntuales, que obedezcan sin discusión las órdenes de directores y maestros, que respeten a las autoridades poniéndose de pie cuando ellas entran, etcétera. Se necesitan maestros y profesores que sepan formar ciudadanos (vuelvo a citar textualmente) «corteses, responsables, tolerantes, rectos, laboriosos, respetuosos de las normas vigentes, ordenados, creativos, honestos, leales, solidarios, competitivos…». Yo no sé si fue el duende de las imprentas o al editorialista lo traicionó el subconsciente, pero todavía no me explico cómo se coló, entre el fárrago de valores y justamente al lado de la solidaridad, una cualidad (la competitividad) que es más bien un antivalor.

Le faltó decir que es preciso fomentar el afán de lucro en los párvulos como forma de asegurar que la sociedad tenga más tarde empresarios codiciosos y exitosos que promuevan el crecimiento económico.

Barrunto que el editorialista se ha inspirado en el abuelito y el papá de Goytisolo (¿recuerda lo que canta Paco Ibáñez?), quienes repetían a José Agustín que «la tierra toda, el sol y el mar son para aquellos que han sabido sentarse sobre los demás». Por suerte, Goytisolo olvidó puntualmente tales consejos. *

 

(*) Periodista

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