PROHIBIDO PARA NOSTALGICOS

Los cantores populares

El pibe canta que se las pela. Hasta el conductor baja el volumen de las cumbias. Todos en el ómnibus con la oreja parada. Un bolero romanticón cantado en el medio del pasillo. El botija y su guitarra a todos hace olvidar la mufa. Y cuando bajen, por varias cuadras retumbará esa voz en su lucha por el mango.

En el Montevideo de antaño también había muchachos que entonaban sus canciones, y de paso puchereaban. La memoria compañera nos lleva a mediados de la década del 30. Cantores populares dándole con todo. Trillaban cafetines con sus violas a cuestas.

«Un cantor con sin vigüela pide permiso y entona», como escribió el bohemio Tito Cabano. A un costado del mostrador, con un pie en un banquito para mejor apoyar la viola en una pierna. Así cantaba Agustín en el Fun Fun a los fondos del Viejo Mercado, y la clientela se olvidaba hasta del olor a pescado y de los baños que estaban demasiado cerca. Había cantantes medio arrabaleros, a lo «morocho del abasto». Otros más melódicos inspirados en un jovencito porteño llamado Héctor Mauré.

Nunca olvidaban pasar ente las mesas con su guitarra boca abajo para recibir los vintenes en premio por su entusiasmo. Montones de artistas populares hicieron que sus nombres fueran muy conocidos. Cuando los nombramos, a los viejos vecinos les vibra el cuore sensiblero. Había uno de ellos que fue leyenda. Llegaba vestido de gaucho y se llamaba Juan Pedro López, un trovador campero que pisaba fuerte por los ranchos del bravo barrio del Puerto Rico y en los bolichones del Cerro. Su fuerte voz imponía respeto en esos sitios donde la caña y la quemante ginebra evalentonaba a los parroquianos.

Eran los días en que el tango y lo gauchesco estaban unidos como carne y uña. Esquinas de la vieja capital que de golpe se convertían en picadas criollazas, con guitarreros como Roberto Fugazot, Humberto Correa y el mitológico Umpiérrez, casi un pibito. En sus canciones le daban con un fierro a «los políticos pelucones y dotores de la ley». En las noches veraniegas cantaban en la puerta del café.

Los parroquianos y vecinos que se arrimaban con su banquitos para darse una panzada de criollas melodías. Otro guille que tenían para hacerse unos manguitos estaba en el cinematógrafo del barrio. Con autorización del dueño, entre película y película, subían delante de la pantalla. El público se alborotaba sacudiendo sus bolsas de bizcochos y dando grandes sorbos a sus gaseosas «de bolita». En esos biógrafos los cantores se bancaban el ambiente bullanguero y las bromas. Al terminar la matiné, estaban en la puerta esperando las monedas en un platito que estratégicamente colocaban al pie de un gran afiche de Tom Mix o El Pirata Hidalgo.

Esos entrañables cantores populares también hacían de las suyas en los carnavaleros tablados. Así fue que empezó el gran capo cómico Roberto Barry que se trepaba a esos escenarios disfrazado de charro mexicano con su guitarra debajo del brazo. Todos fueron cantores y bohemios que siguieron una lejana tradición iniciada en los comienzos del 900 por el mítico José Mayuri a quien llamaban por las calles del barrio Reus con el apodo de «Pepo el cantor». Por las calles, el cafetín o el biógrafo, ahí estaban ellos alegrando a los vecinos del viejo Montevideo con su auténtico arte popular.

Con más recuerdos y música los esperamos todos los sábados, a las 19.00 horas en 1410 AM LIBRE. *

Te recomendamos

Publicá tu comentario

Compartí tu opinión con toda la comunidad

chat_bubble
Si no puedes comentar, envianos un mensaje