Culo

¿Puede una palabra ser tan mal vista que, aun siendo la más adecuada en determinadas circunstancias, se deba prescindir de ella?

Imaginemos que estoy despatarrado en la arena de una playa; pasa una joven destacando una rotunda virtud corporal; yo le digo: «¡Qué hermoso culo, señorita!»; ella me responde con el más enérgico insulto femenino y me denuncia, entre otras cosas, por discriminación de género y acoso sexual. Ahora bien, ¿por qué? ¿Por la palabra culo, aceptada por la Real Academia Española y aplicable a la tersa y redonda zona carnosa que rodea el ano de la señorita? ¿O, peor todavía, por la palabra culo aderezada con un adjetivo como «hermoso», tan espléndido y puro? Véase que yo no lo toqué, ni lo soplé; sólo lo describí.

O sea, no puedo referirme admirativamente a cierta parte de la anatomía de una señorita apelando a la palabra «culo». ¿Esto quiere decir que tampoco puedo decir «a culo pajarero» (con las nalgas desnudas), «caerme de culo» (quedarme desconcertado y atónito ante algo inesperado), o «darme de culo en las goteras» (quedarme pobre por haber disipado en poco tiempo todo el caudal)?

¿Acaso tamaña falta de naturalidad y de sentido común, semejante espíritu victoriano redivivo me obligarán a una asquerosa censura del lenguaje diciendo «posaderas»? ¿O deberé apelar a la barbaridad de «cola»?

Está bien. Paremos aquí. El lector se estará interrogando acerca de estas disquisiciones que pueden sonarle disparatadas, induciéndole, incluso, a pensar que he perdido el poco juicio que me queda (si es que me queda).

Ocurre que si pienso en la decisión que tomó el Supremo Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, no encuentro expresión más precisa, clara, directa y realista para describirla que ésta: ¡Cómo nos rompieron el culo!

Pero, qué macana, tendré que evitarla. Y todo por la presencia en la frase, y sólo metafóricamente, de la palabra «culo».

Haré como Mel Brooks, quien dijo que perdió el culo en la guerra.