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El café brasilero

Fue allá en el siglo XIX cuando lo fundaron. En el año 1877, los caballeros Correa y Pimentel deciden abrir un local donde los montevideanos que andaban por la Ciudad Vieja pudieran degustar un buen café. Y nació El Brasilero que inició una tradición de míticos reductos cafeteicos. Por esos lejanos días surgió la humeante y cafetera trilogía formada por El Británico, El Tupí Nambá y El Brasilero, todos muy cerca y en competencia para captar sus clientes. Peñas literarias, periodistas, pintores, tangueros y bohemios recalaban en sus mesas al lado de una naciente fauna de administrativos. Ya a principios del 900, el café es comprado por don Jiménez, un recién llegado desde Cádiz que impone en ese establecimiento todo lo que la tradición hispana marca para los emprendimientos de ese rango. Cálidas maderas en su mobiliario, mesas más pequeñas, luces empotradas en la pared, cuadros de artistas de moda y una barra de bebidas donde se agregaron botellas de cogñac, el misterioso «pernot» y ginebra en porrón. El local respiraba el llamado «art nouveau» y eso le dio un aire de engarzada belleza y sofisticación muy al estilo de los linajudos cafés madrileños y de Cádiz. Pero ahí todo era a pequeña escala, como una cálida miniatura que se diferenciaba del estilo más utilitario y de grandes dimensiones de su competidor más cercano, o sea El Tupí Nambá de don San Román. En su interior, El Brasilero exhibía una colección de clientes de variados abolengos, estirpes y profesiones. La leyenda cuenta que en sus mesas desfilaron personajes que fueron parte del latir de aquel Montevideo de antaño. Ahí estaban reunidos don Angel Curotto con su amigo el genial Carlos Calderón de la Barca y planificaban las actuaciones de la Comedia Nacional. Muchas veces los acompañaba la esposa de Calderón, la dama Carmen Casnell que imantaba las miradas por su serena elegancia y belleza. Gran cantidad de comerciantes de la zona elegían al Café Brasilero para sus charlas de negocios. Fueron vistos los señores Mazal y Singer que con un pocillo de café en el medio solucionaban algún problema con los despachantes de aduana demasiado astutos. Ese local, durante mucho tiempo, supo recibir la habitual visita de los famosos árbitros ingleses de fútbol que allá por 1950 habían llegado para dirigir a un fútbol uruguayo campeón del mundo pero lleno de líos a nivel de dirigentes. Los «mister» Berry y Barker eran asiduos en las tardecitas de la calle Ituzaingó y al menos en el interior del café estaban a salvo de los iracundos hinchas y los conflictivos dirigentes. Los políticos también frecuentaron ese bastión del buen café. Desde la cercana Corte Electoral venía don Germán Barbato que llegó a ser intendente de Montevideo. Los muy blancos Arrillaga Safons e Irureta Goyena que tenían sus estudios en la calle Buenos Aires, pegados al Correo, también eran asiduos parroquianos de El Brasilero. El gran Carlos Quijano, mientras revolvía su pocillo, meditaba sobre algún editorial de su semanario Marcha. Los tangueros que pasaban frente a sus vidrios vichaban para adentro porque sabían que cuando llegaban contratados para los bailes del Solís siempre se daban una vuelta los directores D’Arienzo y Francisco Canaro. Ya en épocas más recientes, cuando su dueño fue el querido Toto Miranda, el local se renovó en sus muebles pero jamás perdió su clima tan propicio para la fraternidad y la camaradería. Dicen que ahora está esperando la vuelta a sus mesas de un hijo pródigo llamado Eduardo Galeano, porque El Brasilero con sus 130 años de vida siempre está esperando. Con más recuerdos y música los esperamos en la 1410 AM LIBRE. *

Coordinación: ANGEL LUIS

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