El gobierno de los pobres

¿Qué es la democracia?, se preguntó Aristóteles en el siglo IV antes de Cristo. Le dio vueltas y vueltas al asunto; estudió los regímenes políticos existentes en su época, mandó discípulos a lo largo y a lo ancho de la Antigua Grecia a recolectar datos y finalmente llegó a una conclusión. La democracia es el gobierno de los pobres.

La teoría de Aristóteles se basa en un argumento lógico. La democracia es el gobierno de los muchos, y los muchos siempre son pobres, mientras que los ricos, siempre son pocos. El gobierno de «todos», es el gobierno de la plebe, de las grandes mayorías. En una democracia, las grandes mayorías son las que tienen el poder, decía Aristóteles, y en general lo usan en su propio beneficio: en beneficio de los pobres.

En tiempos de Aristóteles no se hacía diferencia entre los pobres (aunque había esclavos, y éstos no hacían parte de ninguna democracia). Sí se hacía diferencia entre la clase media y los pobres. Los primeros tenían alguna propiedad, los segundos dependían del trabajo para sobrevivir. Bajo un régimen democrático, aquellos que dependían del trabajo para vivir iban a tomar decisiones que los defendieran. Y por consiguiente, una democracia, cuando funcionaba de verdad, tenía un gran potencial para redistribuir la riqueza. ¿Quién sino iba a pagar el bienestar de los pobres? Esto es lo que hacía a la democracia griega presa fácil de los golpes de las oligarquías, ya que éstas eran las lesionadas en pro del bienestar de la mayoría.

En América Latina (donde abundan los pobres) las democracias «populistas» de la posguerra y las democracias del «giro a la izquierda» actual tienen eso en común: un gran potencial para redistribuir la riqueza. Que lo logren o no, es otra cosa. Pero sin duda ambas experiencias históricas se caracterizan por la existencia de gobiernos y gobernantes, cuyas bases de apoyo descansan en las grandes mayorías, que son pobres.

En algunos casos, además, sus gobernantes vienen de los estratos más pobres de la población (como en Bolivia o en Brasil). Si no consiguen que las grandes mayorías vivan mejor, se sentarán en el banquillo de los acusados en el que se han sentado muchos presidentes y gobiernos en América Latina.

Lo primero que estos gobiernos se han puesto como objetivo es mejorar las condiciones de vida de los más pobres. Y es por ello que vemos, como en Uruguay, programas y políticas sociales, que junto con las políticas de redistribución del ingreso atienden el bienestar de los más necesitados. Sobre esto ya hay una acumulación importante de estudios y reflexión, así como un extendido consenso de que éste es un distintivo de los gobiernos de izquierda en la región.

Recientemente hubo en nuestro país dos presentaciones de gran importancia sobre el tema; una de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) y otra del Ministerio de Desarrollo Social (Mides). La primera identificó el impacto de las tres reformas grandes que se están implementando: la reforma tributaria, la reforma de la salud y el Plan de Emergencia Social (Panes). La segunda realizó la evaluación del Panes y fue llevada a cabo días después. La conclusión de los datos presentados en ambas conferencias es más o menos claro. El impacto de las tres reformas conjuntamente produciría una reducción de la pobreza y una reducción de la desigualdad. Algo que estaba precisando el Uruguay de los años recientes, donde el incremento de la desigualdad y la pobreza, básicamente consolidados después de 1998, se agudizaron con la crisis de 2002.

Las alternativas presentadas por el informe de OPP sobre las reformas varían, ya que se trata de un ensayo a futuro. Aún tenemos resultados parciales sobre la reforma tributaria y sobre la implementación del Panes, mientras que la reforma de la salud todavía no se ha puesto en práctica. Varían los puntos porcentuales de reducción de la pobreza (con un máximo de 5%) y la magnitud de la reducción del Indice de Gini (que mide la apropiación del ingreso por sectores de la población). Pero no hay duda del resultado de las mismas y tampoco de que es, de todos los ensayos practicados por gobiernos anteriores, el más contundente en materia de reducción de la pobreza y la desigualdad.

Podrán discutirse instrumentos (en el caso del Panes) o el principio general de justicia (en el caso de la reforma tributaria), o la lógica de asignación (en el caso de la reforma de la salud). Pero es claro que estas reformas se han transformado en un punto central para cualquier política de Estado futura que tenga Uruguay.

Una encuesta difundida cuando el Panes divulgó sus resultados, realizada por la Universidad de la República, muestra que los beneficiarios de ese programa están satisfechos con su situación. Identifican además claramente sus derechos y creen que en el futuro la situación será mejor.

Habida cuenta de estos resultados, todo indica que Uruguay se encaminará hacia un mapa político donde la izquierda cuente con el fuerte apoyo de los más pobres, al igual que en la elección de Lula en 2006 o de Cristina Fernández recientemente. De más está decir que en Bolivia el principal apoyo a Evo lo están dando las inmensas mayorías miserables.

El voto a Chávez, probablemente (aunque no se dispone de datos sobre ello) esté concentrado también en los más pobres. Esta polarización social del voto trae al mismo tiempo una señal de inquietud sobre los electorados de los estratos sociales medios-altos y altos, que pueden percibir esta redistribución como una lesión a sus «derechos adquiridos».

La lección de Aristóteles sigue vigente hoy en día: las políticas de redistribución del ingreso no deben pasar el límite de lesionar los intereses de los más ricos (las oligarquías de Aristóteles), porque sin su consentimiento ningún régimen democrático sobrevive. Y así, en difícil equilibrio viven Argentina, Uruguay, Bolivia, Brasil y Venezuela.

En realidad, Aristóteles tenía una «solución» al difícil equilibrio democrático. Lo ideal, creía, era una sociedad más igualitaria: con una robusta clase media, que mediara entre los pobres y los ricos. Que sirviera de árbitro. Los pobres y los ricos, pensaba Aristóteles, y antes de él Platón, eran enemigos acérrimos. Precisaban de la intermediación de la clase media. Las clases medias eran por lo general las más conservadoras del orden: tenían todo para perder en una revolución, y poco para ganar en ella. Pero lamentablemente la sociedad de clases medias era casi una excepción.

Uruguay contó con una robusta clase media. Tanto, que en los estudios de los años cincuenta aparecía como una «excepción» en el concierto latinoamericano, y éstas eran, por aquel tiempo, las explicaciones sobre su tranquilidad democrática en una región asaltada por golpes de Estado y regímenes militares. Pero el Uruguay que conocíamos ya no existe más, o existe muy poco.

Y además, la sensación de estrangulamiento producido por el propio empobrecimiento del país como un todo ha agudizado los conflictos sociales.

Será difícil para un gobierno futuro desmantelar el Plan de Equidad, la reforma de la salud, o los Consejos de Salarios. Para hacerlo, deberá enfrentarse a esas «mayorías» de las que hablaba Aristóteles. Si esto fuera así, la izquierda, al menos en este lado del mundo, habrá demostrado que con sus aciertos y sus fracasos diseñó unas «políticas de Estado» sin las cuales resultará difícil imaginarse el futuro. O por lo menos, será difícil imaginarse el futuro para esos pobres, esas grandes mayorías, sin cuyo voto ningún gobierno se sostiene. *

 

(*) Constanza Moreira. Politóloga. Universidad de la República. Este espacio fue ocupado desde 1999 por los fermentales análisis de Hugo Cores. Ante su ausencia es cubierto por Constanza Moreira como homenaje a su memoria y aporte al colectivo.

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