LA SOJA, TE DIJERON

Raúl Montenegro es un científico argentino. Defensor del ambiente, activista incansable, se ha enfrentado a los colosos de la depredación agroindustrial y ha consagrado sus saberes desde hace años a defender los derechos de los seres humanos a vivir en este planeta.

Este derecho, tan elemental que para muchos es invisible, está seriamente cuestionado en muchos puntos del globo. Empresas y empresarios, aliados de forma directa o subrepticia a gobiernos y gobernantes, están devastando la tierra, el aire y los océanos. Entre la faramalla de oportunistas inescrupulosos que levantan banderas ecologistas con el fin de obtener pequeños réditos personales, a veces es difícil detectar a quienes trabajan con seriedad y dedicación, con la mirada puesta en el futuro de la especie.

Montenegro es uno de esos dedicados guardianes del futuro. Él no tiene pelos en la lengua. En un artículo publicado hace pocos días ha hablado de manera detallada de los efectos sociales, ambientales y económicos del «país sojero» en que se ha convertido la República Argentina, y que tiene como socios y cómplices necesarios al gobierno de esa nación y a los «ruralistas de las 4×4″, que en realidad son enormes conglomerados económicos preparados para extender como un mar la plantación de soja por toda la Argentina. El científico relata en esa pieza periodística imperdible la situación generada durante el «paro del campo» y se amarga de la furia ruralista que se amparó en los reyes sojeros como el grupo Los Grobos, liderado por Gustavo Grobocopatel, que tiene en sus manos una superficie de unas 150 mil hectáreas dedicadas a la producción de soja, destinada sobre todo a China y algunos países europeos.

El problema que genera la soja ya fue advertido en infinidad de ocasiones en distintos países y por distintas figuras de relieve científico y social. Hay debate, las opiniones no son unánimes, pero todos coinciden en que el monocultivo intensivo y la saturación con plaguicidas terminarán por generar quiebres en la naturaleza de difícil predicción. En todos los casos, esos quiebres están vinculados de forma decisiva con la manipulación genética, el uso de sustancias contaminantes y el deterioro acelerado de los suelos utilizados en el monocultivo. Ahí entran a tallar compañías como Monsanto, una empresa de la más rancia estirpe imperial, que vende semillas, agroquímicos y biotecnología, hace negocios por cifras astronómicas, está presente en casi todo el mundo y carga sobre sí con la responsabilidad de haber inventado, desarrollado, producido y distribuido sustancias peligrosas y dañinas para el hombre, los animales, las plantas y todo el ciclo de la vida en la Tierra.

En verdad, el currículo de esta empresa se parece más a un prontuario que a otra cosa. Fabricante de herbicidas, pesticidas, defoliantes y hormonas, Monsanto tiene su sede en Saint Louis, Missouri. En 2006 tuvo ingresos por 7.340 millones de dólares, buena parte de ellos resultado de la comercialización de somatropina, la hormona de crecimiento humano, destinada a los bovinos, y de la bST, hormona de crecimiento del ganado, que ha sido prohibida en toda la Unión Europea, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. La interdicción tiene que ver con efectos nocivos en la salud de los animales y de las personas que consumen productos lácteos derivados de ganado al que se le ha suministrado bST en dosis por demás generosas. Algunos médicos en Estados Unidos (país en el que, escandalosamente para muchos, no está prohibido el uso de bST) designan a ciertas formas de cáncer como «tumores de Monsanto».

Esta empresa también desarrolló herbicidas masivos no selectivos (el agente naranja usado en Vietnam, el glifosato) y patentó un evento químico designado como «resistencia al glifosato», con transgénesis en una agrobacteria, lo que le permitió quedarse durante años con la «propiedad intelectual» de toda la soja transgénica que se producía en el mundo. Después de 13 años de litigio fueron revocadas algunas de esas patentes, pero no todas. Recientemente, en la feria rural de Santa Fe, esta compañía presentó en la Argentina el maíz MGRR 2, que tiene como «novedad» un doble evento: resistencia al glifosato y resistencia a insectos lepidópteros. Pero también anunció allí el lanzamiento de otros productos, como el maíz resistente a la sequía, la soja BTRR 2, el maíz resistente a insectos de raíz (logrado con una patente de evento apilado triple), etc. Los muchachos de Monsanto no dejan de pensar en el negocio. Hace unos años compraron la llamada «tecnología Terminator», que consiste en obtener semillas que darán plantas con semillas estériles, lo que quiere decir que al monocultivo le seguirá el monopolio. Hay transgénicos de soja, de maíz, de papa, de algodón, de caña de azúcar, de tomate. Todo ello representa un fabuloso negocio, pero también una manipulación de consecuencias imposibles de predecir, aunque ya visibles: los suelos se agotan, los ciclos de lluvia se alteran, el esquema de dispersión de algunas especies vegetales y animales se ha modificado drásticamente en las grandes regiones sojeras.

El doctor Montenegro denuncia en su artículo cómo los suelos de vastas áreas de la Argentina han sido destruidos por la mezcla de soja y el coctel de plaguicidas destinados a mejorar los rindes. Según el científico, para fabricar 2,5 centímetros de suelo fértil en un clima templado hacen falta entre setecientos y mil doscientos años. Para destruirlos por completo y volverlos eriales no se necesitan más que un par de décadas a pura soja y glifosato. Montenegro señala que las bajas dosis de glifosato, endosulfán, 2,4D y otros plaguicidas pueden alterar el sistema hormonal de las personas, y que el Estado argentino está omiso al no hacer estudios epidemiológicos que permitan detectar esas aberraciones.

Durante mucho tiempo la palestra política no había sido tomada de lleno para dirimir semejantes cuestiones. Eran enfrentamientos más bien sordos los que se libraban, escaramuzas por el verdadero poder. Lo novedoso es que, a partir de ahora, está claro que las necesidades de extender cultivos y tratamientos de suelos pueden generar terremotos institucionales, y no solo en la Argentina, pues como indicaba la publicidad de una multinacional de los agroquímicos, «la soja no tiene fronteras». Uruguay es un buen ejemplo de ello. El Uruguay sojero creció en forma espectacular. En 2000 había un total aproximado de 4.300 hectáreas destinadas a la soja en nuestro país. Ahora hay casi 400 mil hectáreas, según los informes del departamento de Estadísticas Agropecuarias del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca. En el año 2000 Uruguay exportó lecitina de soja por un valor total de 97 mil dólares. Hoy estamos por encima de los 212 millones de dólares. Mientras esto sucede, disminuye la siembra de trigo, papa, cebada cervecera y otros cultivos, y el precio de los alimentos en el mundo aumenta a toda velocidad (150 por ciento en 12 meses, según la FAO). Lo que también crece es la aplicación de agrotóxicos: la importación de esos productos creció en nuestro país un 350 por ciento en los últimos ocho años.

Resulta obvio decirlo: la soja en sí no es algo malo. Tampoco lo es la energía atómica. Per se, nada de lo que ofrece la naturaleza es bueno o malo. El problema surge cuando se plantean las grandes disyuntivas del desarrollo y del conocimiento, cuando aparece por un lado, fuerte, la millonada de las exportaciones y el trabajo, y por el otro, débil, la señal de alerta acerca del futuro del suelo, del agua y de la vida en su conjunto. Sobre este punto, el artículo del doctor Montenegro también arroja luz: él plantea con claridad que la economía de la soja es abusiva tanto con el ambiente como con las personas y que, además, esa economía es tan volátil como los capitales que la sostienen. Lo de siempre: pan para hoy, hambre para mañana.

Por último, es bueno precisar que el doctor Raúl Montenegro es biólogo, profesor titular de Biología
Evolutiva en la Universidad de Córdoba, presidente de la Fundación para la Defensa del Ambiente (Funam) y ganador del Premio Nobel Alternativo 2004.

|*| Escritor y periodista

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