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JOSE MARTI: MUERTE EN DOS RIOS

El domingo 19 de mayo de 1895 amanece despejado. Ha llovido en los días precedentes, pero las mañanas son luminosas en este mes caracterizado por los grandes chaparrones, a los cuales sucede la luz del sol irradiándolo todo, como si nada hubiera pasado. Desde el 13 de mayo andan Martí y Máximo Gómez, con sus fuerzas, por el campamento de Dos Ríos, donde los cauces del Contramaestre y del poderoso Cauto se dan la mano, en la Sierra Maestra. Se hallan a la espera del general Bartolomé Masó, quien se acerca con sus huestes. Gómez, que nunca se está quieto, reconoce los alrededores ante las noticias de la proximidad de una columna española al mando del coronel José Ximénez de Sandoval.

Martí aprovecha ese tiempo para redactar instrucciones y cartas. La que inicia el día 18 a su amigo mexicano Manuel Mercado, queda interrumpida por la llegada del esperado general Masó.

El encuentro de las tropas de éste con las de Gómez, que arriba de vuelta un rato después, tiene el campamento muy animado. Los dos generales se abrazan y arengan a las tropas; también Martí toma la palabra. «El orador cálido y agitador de la palabra taumaturga y subyugante que fascinaba y atraía, hizo vibrar el alma de sus soldados, y hubo en el campamento como una inefable y vivificadora fragancia de libertad, de alegría y de valor», escribe Rafael Santmanat.

Por doquier se escucha «¡viva el Presidente!», título que una y otra vez Martí explica que no le corresponde, pero por el cual la tropa lo aclama. Después de almuerzo, las avanzadas cubanas informan que las tropas del coronel Ximénez de Sandoval se encuentran en las inmediaciones, por lo que Gómez comprende que le han seguido el rastro y decide salirles al paso, anticipándoseles de este modo a sus acciones. El General en Jefe imparte las órdenes. Lleva consigo alrededor de 400 hombres, con una buena caballería; los enemigos sobrepasan los 600 efectivos.

El combate es encarnizado pues se hace necesario cruzar el río Contramaestre, que está crecido con las lluvias; el ímpetu mambí supera este contratiempo y carga sobre la vanguardia española. Gómez ha ordenado a Martí que permanezca en la retaguardia, junto a las fuerzas de Masó, protegido entre los ayudantes de éste, los hermanos Angel y Dominador de la Guardia.

Pero Martí no es hombre de los que aceptan ver los toros desde la barrera e invita a Angel de la Guardia a que lo acompañe en la carga. Monta el caballo bayo claro que le obsequiara José Maceo y porta el revólver regalo de Panchito Gómez Toro. El humo de la pólvora lo ennegrece todo y la pareja de jinetes avanza hasta penetrar las líneas del enemigo. Una granizada de balas los recibe. De la Guardia cae bajo su caballo herido, y cuando se incorpora, ve que Martí yace ensangrentado. Trata de cargarlo, no puede y regresa al campamento, donde informa y busca ayuda para rescatarlo. Son alrededor de las dos de la tarde cuando ocurre la tragedia. En realidad, nada se puede hacer: el cadáver de Martí ha sido reconocido por un práctico y la documentación que lleva consigo confirma su identidad. Tiene varios impactos en el cuerpo, mortales los de la mandíbula y el pecho. El general Gómez insiste en sus empeños de rescate, aunque infructuosamente pues Ximénez de Sandoval se retira a marcha forzada hacia Remanganaguas con los restos del héroe. Es tal la tristeza en el campamento que el toque de silencio está de más. Gómez escribe en su Diario: «Esta pérdida sensible del amigo, del compañero y del patriota; la flojera y poco brío de la gente, todo eso abrumó mi espíritu a tal término, que dejando algunos tiradores sobre un enemigo que ya de seguro no podía derrotar, me retiré con el alma entristecida.» «¡Qué guerra ésta! Pensaba yo por la noche, que al lado de un instante de ligero placer, aparece otro de amarguísimo dolor. Ya nos falta el mejor de los compañeros y el alma podemos decir del levantamiento»

En la tarde del 20 de mayo son enterrados en Remanganaguas, sin caja, en una fosa, los restos de Martí. Una vez llegado el coronel Ximénez de Sandoval a Santiago para notificar el suceso, se le ordena la exhumación del cadáver dado que el gobierno español quiere despejar cualquier duda acerca de la identidad de los valiosos restos y confirmar así su victoria. Desenterrado y autopsiado el cadáver, se traslada al cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, donde se inhuma el 27 de mayo, es decir, ocho días después de su muerte. Lo que la pérdida de Martí significó para la Revolución podemos imaginarlo. Pero la contienda prosiguió, el ánimo se recuperó y el ejemplo del héroe se multiplicó.

El delegado del Partido Revolucionario Cubano, el alma de la Revolución, no podía, ante el peligro, sino arrostrarlo, como lo hiciera antes, durante la expedición que lo condujo a Cuba y el intenso recorrido por los lomeríos de la Sierra Maestra. Muy diversos comentarios se han tejido en torno a los hechos. El nuestro, es que un hombre de su envergadura conocía la importancia de su vida para el movimiento y no podía, en consecuencia, ir en busca de la muerte, como algunos han afirmado. Sí fue, no obstante, al encuentro del combate, cualquiera que fuera el precio de su arrojo, consciente de la necesidad de hacer válidas sus palabras.

Había muchas veces probado su valor -el humano, el intelectual, el que se exige día a día ante la penuria y la renunciación por la consagración a la causa de la independencia de la patria. Del mismo modo que demostró su entereza física ante las durezas de la vida en campaña -lo cual motivara la admiración de Máximo Gómez-, a Martí lo animaba un valor personal ciertamente temerario. Lo demostró en Dos Ríos, «de cara al sol», en la tarde del 19 de mayo de 1895. Estaba convencido -porque son sus palabras- de que «la muerte no es verdad, cuando se ha cumplido ‘bien la obra de la vida».

(*) Periodista

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