Aprender a escuchar. Las tradiciones no son "negaciones al cambio", sino poderosas herramientas de transformación

"Sin memoria no hay identidad, y sin identidad no habrá cambios sociales"

En una amena y extensa charla, Néstor Ganduglia narró a LA REPUBLICA sus vivencias relacionadas con las personas y sus historias, las que «hacen» a sus propias memorias e identidades, las que conforman la memoria «de todos», y el único camino para encontrar las verdaderas respuestas a lo qué nos pasa, para salir de esta realidad que vivimos que es de otros y transcurrir hacia una que sí sea nuestra.

-¿Por qué te interesan tanto la memoria y la identidad, y su vinculación?

-Quizás porque muchos años atrás intuía que estos temas tienen más relevancia en los procesos de construcción de sociedades más justas, autónomas e inclusivas, que la que se les adjudicaba por entonces. Veinte años atrás, cuando iniciaba mis primeras tareas, confieso que un poco a ciegas, en torno a las tradiciones orales populares, «memoria» se asociaba con «mirar hacia atrás», con «ojos en la nuca» y negación del «progreso». Pero yo encontraba, en mi trabajo de conversar con la gente, que la memoria de los pueblos es justo lo contrario: un modo de mirar al futuro desde la experiencia acumulada por generaciones de aprendizaje y herencia de saberes y valores. Tuvieron que pasar muchos años para que empezáramos a entender que si la memoria de un pueblo no sana sus daños, no hay siquiera manera de concebir un país mejor.

Y aun cuando «memoria» es todavía un concepto ligado a las atrocidades cometidas por la última dictadura militar, por lo menos es ya claro que hemos iniciado el camino. Un camino largo y difícil, porque nuestras memorias colectivas están dañadas, por lo menos, desde Salsipuedes. Pero caminamos.

Visto así, el vínculo entre memoria e identidad es evidente. Y lo es más todavía cuando estamos viviendo procesos de globalización digitados desde los países más poderosos, que operan como arrasadores de las particularidades de los pueblos. En todos los años que llevo dedicados a la extraña tarea de cazar historias mágicas de la tradición popular por los caminos largos de América Latina, notaba el esfuerzo que se hace en cada rincón, en cada comunidad indígena o caserío rural o barrio popular, por fortalecer el sentimiento de identidad, que es el de sentirse parte de algo más grande que nuestra piel. Leonel Lienlaf, el poeta mapuche que dejó por un ratito su montaña del sur de Chile para venir a abrir nuestro 1er. Foro Latinoamericano «Memoria e identidad», decía «Sólo los winkas (los blancos) creen que nosotros amamos nuestros mitos y leyendas por un maniático deseo de aferrarnos al pasado. En nuestras tradiciones buscamos una filosofía, no un folclor». Hoy trabajamos con Signo en busca de horizontes nuevos para América Latina, sabiendo sin dudar que toda esperanza de encontrar respuestas verdaderamente diferentes de las hegemónicas, reside en la memoria de los pueblos que han sido capaces de sostener su identidad como tales. Sin memoria no hay identidad, y sin identidad no habrá cambios sociales.

-Tu trabajo investigativo desde años está intensamente impregnado de todo lo relacionado con estas temáticas. ¿Cómo se te despertó el bichito de hacer lo que haces?

-Para ser franco, cuando inicié esta tarea me arrastraba más el corazón que la razón. Y no me arrepiento, porque la racionalidad solita, al estilo occidental, no me hubiese llevado nunca por estos caminos. Creo que fue desde gurí chico, cuando mi padre trabajaba en una granja de Lascano y yo, irremediablemente montevideano, iba a verlo una vez al año con la esperanza secreta de colarme en las ruedas de los peones y escuchar esas historias que me provocaban una mezcla rara de fascinación y miedo, pero también la intuición de que allí se estaban compartiendo verdades de esas que no salen en los libros ni en los diarios.

Creo que fue ahí, entre esa gente sencilla, que nació mi pasión por dedicar mi vida entera a aprender a escuchar, que afirmo es el más difícil de todos los oficios en este siglo XXI de «revoluciones de la comunicación» que parecen tener más que ver con máquinas que con gente.

Y tiene que ver con que, en estos años, he visto grupos enormes de jóvenes de liceos de contexto crítico homenajear con silencios de catedral a una sencilla historia mágica popular, llenando de dudas a sus profesores que los consideraban «indomables e incapaces de escuchar una charla en orden». He visto volver a brillar los ojos de las abuelas, cuando un auditorio de niños asombrados escucha su relato y les devuelve un lugar en el mundo. He visto muchas veces a peones y muchachas de campo, obreros de fábrica o bolicheros, negras e indios, redescubrir su capacidad de asombrarse y dar asombro, en este mundo en que parece que el asombro es propiedad exclusiva de los ingenieros. No hace mucho, un señor enfrascado en un rígido traje gris se me acercó en plena calle Sarandí, y me pidió que le permitiera darme un abrazo. Desde luego, accedí. Y recién cuando el largo abrazo apretado terminó, me agradeció por ayudarle a contar una historia de madre aparecida que llevó atragantada por décadas. Y porque he visto esas cosas, sé que la memoria, como la lucha, es una herramienta de sanación.

-¿Consideras realmente que la transmisión oral de gran parte de las historias populares que pululan en toda Latinoamérica es la única forma que perduren en el tiempo, y sean considerados fundamentales, más allá de los que se logran guardar en un soporte, como lo son el papel, el audio o la imagen?

-La memoria de los pueblos tiene una capacidad asombrosa de resistir. Un ejemplo con el que suelo jugar en los cursos y talleres que damos sobre estos temas: ¿quién estaba en la Batalla de Las Piedras?, suelo preguntar. Las respuestas siempre fueron dos: Artigas y Posadas. No es raro: es lo que dicen los libros de historia. ¿Te das cuenta de que no conocemos el nombre de siquiera uno de los negros, indios o criollos que dejaron la vida en el campo de Las Piedras por el sueño de un país de los orientales? ¿Qué sociedad seremos capaces de construir, si la historia misma (que es el relato de quiénes somos) también está repleta de excluidos? ¿Una sociedad en la que sólo los generales o los que tienen poder son importantes? ¿Cómo vamos, entonces, a decirles a las generaciones más jóvenes que hay causas por las que vale la pena dar la vida si hace falta? Felizmente, allí están las historias de la abuela, que te cuenta de su propia bisabuela y de cómo se quedó solita con seis chiquilines cuando su marido nunca volvió de la guerra, o el botija que vio junto a su madre a un fantasma cabalgando los cerros de Carpintería, y afirma que se trata de su abuelo que mordió el pasto hace añares siguiendo a Saravia. O el jovencito de Sarandí del Yi que afirma que aquella luz mala es el alma de un charrúa que volvió de Salsipuedes para alumbrar el cementerio de sus ancestros. Creo que esta ola de Bicentenarios que se nos vienen ahora es una buena oportunidad de recomponer los relatos de nuestra Historia, y que en esa reparación deberán tener un lugar verdaderamente digno las memorias de los pueblos. Sólo así podremos recuperar espíritus oficialmente olvidados, y pedirles que nos ayuden a soñar un país mejor.

 

MEMORIA: «RUTAS DE ENCUENTRO»

«Uruguay es un país en el que demasiada gente todavía suspira mirando a Europa y creyendo que somos un pedazo trasplantado de Primer Mundo. Sólo podremos pensar en una verdadera integración latinoamericana cuando nos convenzamos de que Uruguay está en América Latina, comparte sus dolores y sus esperanzas, y cuando seamos capaces de darle valor a esas memorias vivas que hacen a nuestras verdaderas identidades. Una sociedad es, por naturaleza, diversa. Y la nuestra no es una excepción, por más que nos hayamos esforzado por más de un siglo en convencernos de que somos todos igualitos, confundiendo uniformidad con igualdad. Así es como crecimos creyendo que las familias rurales son gente ignorante y supersticiosa, que los negros
son apenas gente que toca el tambor, que los barrios pobres son peligrosos y violentos por definición y que hay gente «culta» y gente «inculta». La negación de la diversidad sociocultural no lleva a la igualdad, sino a la discriminación», sostuvo el entrevistado.

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