CUERPO Y FELICIDAD

Decía Platón que el cuerpo era «la cárcel del alma». Lo único que de verdad nos hacía libres era el pensamiento. En el elogio de la ancianidad con que comienza «La República», Platón bendice la condición de la vejez, en la cual todas las pasiones del cuerpo mueren. El sentimiento y la sensibilidad son engañosas, decía Platón. No nos dejan ver la pura realidad del pensamiento, que es donde se aloja la verdad.

Esta concepción está en la base de la distinción entre el trabajo manual y el trabajo intelectual. Los esclavos, decía su alumno Aristóteles, eran esclavos por naturaleza. Y lo eran porque eran puro cuerpo. No tenían razón. Los que trabajan con el cuerpo son inferiores, y por eso, son incapaces de política, de raciocinio propio, y por consiguiente, de libertad. En la Grecia antigua, un perro podía valer más que un esclavo.

Algunos siglos después, el cristianismo postularía que el cuerpo es el lugar del sufrimiento y el dolor. Algo que superaremos después de nuestra muerte, donde llegaremos al «reino de Dios». Entonces abandonaremos la cárcel del alma, y seremos, por primera vez, libres. Y felices.

El Renacimiento y la modernidad, de la cual somos hijos, hizo que el cuerpo fuera, por primera vez, valorizado. Es por el cuerpo que conocemos, decían algunos filósofos, y es el cuerpo y sus sensaciones lo que nos hace felices.

La filosofía del cuerpo varió enteramente de la mano de estas nuevas concepciones. Los avances de la ciencia médica mostraron que el cuerpo era una máquina maravillosa, que debía ser admirada. Hobbes fue el primero en sostener que el alma era, en el viejo sentido de la acepción «ánima», lo que movía al cuerpo. Y el alma, dijo, era puro deseo. Somos seres deseantes, decía Hobbes, y cuando dejamos de desear, estamos muertos.

Algunos siglos más tarde, Freud vino a concordar con esta idea de Hobbes. Y señaló también que toda sociedad genera un sistema de normas y reglas que tienen como objetivo reprimir la pura libido del hombre, que es la base de ese «animal deseante» del que hablaba Hobbes. Es así que surge la idea del «malestar de la cultura». Toda cultura provoca malestar, porque toda cultura genera represión. Así, la existencia trágica del hombre es el habitar entre el deseo y su represión, entre lo que nos gustaría hacer, y lo que podemos hacer.

De todas las formas de organización de la actividad humana, el capitalismo fue, sin duda, el más eficaz en la represión de ese «animal deseante». Y lo hizo a través del disciplinamiento de esos «animales deseantes» a horarios, rutinas, y especialmente, después de la segunda mitad del siglo XIX, a una cierta concepción de la salud. Era necesario tener cuerpos sanos para asegurar la producción de la vida. La propia fábrica era un centro de disciplinamiento de los cuerpos.

El Uruguay «bárbaro» del siglo XIX, basado en una ganadería extensiva fundada en el gauchaje libre y sin ataduras, y en la escasa necesidad de mano de obra, no colaboró al disciplinamiento de la mano de obra. Sólo hacia fines del siglo XIX, y por obra de los requerimientos de la instalación de un orden «capitalista», el Uruguay asiste a dos elementos centrales del disciplinamiento: la educación (la obligatoriedad de la escuela) y el sanitarismo. El rol de los médicos comenzó a ser central a partir de allí, y el Uruguay desarrolló tempranamente un sistema de salud público y privado, que estuvo entre los principales logros del siglo.

Sin embargo, a inicios de los años sesenta, se asiste a cambios fundamentales en esta concepción. La llamada «revolución sexual», el invento de la pastilla anticonceptiva, fueron de la mano con la idea ­y la práctica- de que somos libres de controlar (o no) nuestro propio cuerpo. El mayo-junio francés con sus rebeliones, el hippismo, el «sexo, drogas y rock and roll» parecieron, por un momento, poner a la cultura en una sintonía más cercana a los fundamentos del «animal deseante». Asimismo, el avance del consumismo, del hedonismo, y la revolución científico-técnica parecieron augurar el nacimiento de un «nuevo mundo», más acorde a los seres humanos y menos a los imperativos del sistema. Y quizá por ello, el «revival conservador» de los ochenta tomó a muchos por sorpresa. El disciplinamiento volvía a instalarse, a contrapelo de los cambios que se habían producido en los sesenta. ¿De la mano de qué? De una cierta concepción de la salud, al mismo tiempo moral y, sin duda, fuertemente económica.

La organización Mundial de la Salud estimó el costo que tenía para una sociedad el que la gente enfermara. Apareció la noción de «riesgo», y las famosas «cápitas por riesgo» según la cual era posible estimar el costo potencial que tenía para un sistema de salud atender a un individuo. Los más viejos eran más costosos, y las mujeres en edad fértil, y sin duda los fumadores, o los obesos. La prédica por «modos de vida saludable» fue de la mano con la idea de que el hecho de que la gente lleve modos de vida poco saludables, trae muchos costos económicos, no sólo para el sistema sanitario, sino para todo un país.

Al mismo tiempo, ello se juntó con el fin de la guerra fría y la definición de un nuevo tipo de «doctrina de la seguridad» en Estados Unidos, que fue la guerra contra el narcotráfico. Así, y especialmente en América Latina, los objetivos de la seguridad, y el apoyo financiero de Estados Unidos, vinieron de la mano de la guerra contra las drogas. La lucha contra esa otra droga que es el cigarrillo fue un poco más tardía. La escalada antitabaco del último lustro no tiene precedente alguno, y llegó para quedarse. Las coaliciones pro-tabaco fracasaron en todos lados, especialmente de la mano del consenso de las coaliciones antitabaco que usaron el tema de las «lesiones contra terceros» como principal argumento de derechos. Y no cabe duda que en países como Uruguay, extremos en sus políticas sanitarias antitabaco, esto dio resultado, a juzgar por las cifras de cesación de que se dispone.

Sin embargo, hay algo que difiere o es radicalmente distinto de los argumentos de las lesiones contra terceros, que está en el centro de lo que actualmente se está viviendo en relación a las polémicas medidas antialcohol. Las tristes imágenes de una televisión que frente a la «noche de la nostalgia» priorizaba las espirometrías practicadas (en muchísima mayor medida que la propia fiesta) a los automovilistas, muestran que lo que está en juego es otra cosa. Y tiene que ver con la capacidad que le damos al Estado de intervenir en nuestros propios cuerpos. La polémica sobre el aborto y la ley de despenalización están también en el centro de esta cuestión. Y es, ¿cuán libres somos de hacer con nuestro cuerpo lo que queramos? Al parecer, cada vez menos. Es el regreso del sanitarismo, pero en una nueva versión. Una en la cual se suprime la libertad de ese «animal deseante» en pro de la idea de que el Estado cuidará mejor de nosotros que nosotros mismos.

El regreso del Estado paternalista es evidente en estos movimientos. Y va de la mano con la idea de que existe un «bien» de las personas que las personas no conocen, pero sí conoce el Estado clarividente que todo lo ve. El problema es que las preferencias de las personas deben ser tomadas en cuenta. Aún cuando estas preferencias nos parezcan equivocadas, o irracionales. Las personas deben ser «agentes» de su propia vida (y no «pacientes» del Estado).

El problema aquí no es la política antitabaco, antidrogas, o anti-alcohol, tomadas específicamente, sino el regreso del sanitarismo y los límites a una acción del Estado así definida. Porque ¿cuál es el límite a esta intervención del Estado? Estas intervenciones del Estado no tienen límite. Y tampoco colaborarán a que los seres humanos sean más felices. Porque hay algo de la felicidad humana, que tiene que ver con el deseo, y los hombres de Platón, no eran ni un poco felices. La salud no es un fin en sí mismo; es un medio para ser más felices. En el límite, nos encont
raremos admitiendo que el Estado nos da al cuerpo en concesión, y al morir, se lo devolvemos.

|*| Politóloga. Universidad  de la República

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