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LA ULTIMA MUERTE DE RAUL ALFONSIN

La última vez que nos encontramos fue hace alrededor de dos años en circunstancias en que la muerte nos helaba. Coincidimos en despedir a un amigo común, «el Negro» Portantiero, en las instalaciones del -ya desaparecido- Club de Cultura Socialista en el bajo porteño. Mantuvo su espíritu afable, aunque circunspecto ante la convocatoria, ahorró el humor ­a veces sutil- con que solía acompañar cada intervención o comentario cercano. Lo vi muy desmejorado, pero no tanto como para mentirle que estaba hecho un pibe. El momento no aconsejaba más que tenues sonrisas y alguna tácita complicidad.

Volví a recordar que mi primer contacto personal (ya que mucho antes lo leía con intenso interés crítico) con el amigo que velábamos fue de índole «comercial». Le compré, a través de un librero de feria de la plaza Lavalle, 40 tomos (de los 44) de la primera edición en español (cuarta rusa) de las obras completas de Lenin. El «Negro» había decidido deshacerse parcialmente, por eso conservó esos cuatro tomos con los textos más reconocidos, de un autor cuya consulta presentía crecientemente innecesaria. Con paciencia logré completar ese tesoro bibliográfico inhallable, que también al cabo de unos años dejé de consultar. Por ese entonces, al «Negro», Gramsci le concitaba toda su atención. El mismo interés me asaltó mucho más tardíamente.

Alfonsín reconocía una particular admiración e interés por la producción intelectual crítica -que durante la dictadura, exilio mediante, no era nula- que fue muy pródiga en el retorno de la democracia, durante sus primeros años de mandato. Seguramente influido por su canciller Dante Caputo, quiso reclutar para su proyecto y conocer personalmente a varios protagonistas controversiales de la producción político-intelectual, inclusive menores como es mi caso, de los primeros años de la recuperación constitucional. Varias revistas salieron a la arena pública intentando desentrañar, desde muy diversos ángulos teóricos e ideológicos, el complejo panorama de una transición acorralada por la muerte, la impunidad y la voracidad capitalista de una semicolonia.

Esos primeros años fueron de diversos apogeos. El del propio presidente, que vivió bañado en multitudes, admiraciones y respeto popular pluriclasista, exacerbado por el flagelo vejatorio de una dictadura aniquilatoria de toda libertad. El de una ciudadanía ávida de lectura, de análisis originales y transiciones conceptuales, de géneros, de lenguajes. Sin duda «Punto de Vista» primero y luego «La Ciudad Futura» resultaron las revistas político-culturales que más concitaron el interés ciudadano. Por mi parte, no puedo quejarme de la gran receptividad que tuvo la revista «Praxis», de la que fui director, a pesar de las dificultades que le imponía, al modo de una suerte de censura económica, la hiperinflación del gobierno alfonsinista.

Nunca supe si su convocatoria a dialogar por el año 85 en la residencia de Olivos en la cual participé tenía una intención convocante y mis críticas la desalentaron, o simplemente se trataba de mera curiosidad informativa.

Tampoco pude aclararme si Alfonsín hablaba el lenguaje del grupo o si el grupo quedó imbuido del formalismo socialdemócrata de la pragmática presidencial. La mimesis, no obstante, resultaba evidente. En el año 87 la Cátedra de Sociología Sistemática del «Negro» Portantiero tomó una iniciativa desusada para la vida académica. Decidió organizar un debate público en el espacio de clase de su titular, invitando para ello al ya fallecido epistemólogo Enrique Marí, al actual director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, y a quien suscribe, todos nosotros profesores de la carrera de sociología. Sólo el lugar podría ser más incómodo que el horario (9 de la mañana): la Ciudad Universitaria. Sin embargo, no faltó uno solo de sus estudiantes y la modesta aula magna reventó de concurrencia. Fue unos meses después del levantamiento carapintada de Aldo Rico que el presidente sostuvo haber conjurado despidiendo a las masas con sus memorablemente tristes «felices pascuas» y «la casa está en orden». Fue poco después de que el presidente comenzara su larga agonía política con las ominosas leyes de punto final y obediencia debida. Nunca dijo entender por qué esa despedida lo llevaría, para muchos de nosotros, a su primera muerte. Allí dilapidó de un plumazo todo el apoyo y prestigio que el juicio a las juntas le había otorgado y que había disipado en parte la irritación popular por sus desaguisados económicos.

En aquella mesa redonda, Portantiero fue retomando cada uno de los señalamientos críticos de los invitados para instalar con más énfasis aún el problema de la gobernabilidad, el pacto social, la negociación en un contexto cada vez más desfavorable y caótico. Exactamente sus palabras reaparecieron en la boca de Alfonsín en un discurso encendido pocos días después. Sin embargo, no fue el Club de Cultura Socialista el que alumbró estas conclusiones. En el club coexistían miembros del grupo Esmeralda con quienes tenían una mirada más crítica sobre el gobierno como Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano u Oscar Terán, entre otros. De hecho, la mayoría de sus miembros se expresó públicamente en solicitadas contrarias al Punto Final y la Ley de Obediencia Debida. El debate político-cultural ascendía por las corrientes cálidas de la abstracción, mientras la política concreta se desbarrancaba por la pendiente del chantaje.

Ese mismo año, el aparato represivo con su ­por entonces llamada- «mano de obra desocupada», vivía persiguiéndome. Recibía llamadas amenazantes a toda mi familia, llamadas a los lugares que visitara (no eran épocas tecnológicas de caller ID), persecuciones en Falcon. La democracia no sólo no curaba, no educaba ni alimentaba, sino que se debilitaba día a día producto de tantas concesiones e ingobernabilidad. Alfonsín no dudó en solidarizarse con mi caso y poner, con convicción e inmejorable intención, a lo mejor y más elevado de su equipo para resolverlo. Sólo que «lo mejor» en su caso, era el ministro del Interior y el jefe de Policía, es decir, los responsables de las instituciones en cuyo seno operaba esa «mano de obra desocupada». No fue posible descubrir nada, ni inculpar a nadie, como ­salvando las distancias- no le es posible a los Kirchner dilucidar el caso Julio López. En aquel entonces, fueron los estudiantes quienes montaron un dispositivo de acompañamiento y contrapersecución, que permitió que continuara con mis actividades.

Sólo seis meses después, cuando la Corte Suprema de Justicia intervino aprovechando el asunto para sentar jurisprudencia decisiva contra la presión terrorista, cesaron las persecuciones y amenazas y pudo aprovecharse el antecedente como instrumento del movimiento de derechos humanos (//www.planetaius.com.ar/fallos/jurisprudencia-c/caso-Cafassi-Emilio-Federico-s-Recurso-de-Habeas-Corpus.htm).

Dos años más tarde, buena parte de la comunidad académica estaba en Montevideo, donde se celebraba el XVIII Congreso ALAS (Asociación Latinoamericana de Sociología). Mientras disfrutaba de la hospitalidad de mi amigo Alfredo Errandonea, también lamentablemente fallecido, Seineldín volvía a jaquear la débil institucionalidad argentina. Algunos, como el entonces decano Mario Margulis, volvieron de urgencia para retomar el control de la facultad tomada. Otros, pospusimos por un tiempo la vuelta porque la sola hipótesis de un nuevo golpe o una nueva concesión atenazante nos aterraba. Este diario tuvo tapas memorables por aquellos días y nos concedió un gran espacio para sostener que el problema militar era, en realidad, un problema civil.

Un año más tarde, una jugada irracional y mesiánica del MTP conducido por Gorriarán Merlo volvió a estremecernos y a poner en duda la capacidad de Alfonsín para conducir el país con instrumentos constitucionales al apelar a los oficios criminales de los ahora amparados represores hasta el punto de producir nuevos desaparecidos. S
u primera muerte política abandonando el gobierno 5 meses antes de su mandato es el corolario natural de una filosofía de gobierno basada en la desmovilización, en el encierro burocrático, en el profesionalismo político y en la negociación con cualquier actor o lobby, en cualquier circunstancia. También puso un cepo a la interacción entre políticos e intelectuales a pesar de otros intentos posteriores y hasta actuales.

Le siguió una segunda muerte política con el pacto de Olivos y una tercera con el derrumbe de la Alianza. Sin embargo, a pesar de tantos fracasos mortales, insistió en su filosofía política pactista y fiduciaria. No le faltó tesón ni coherencia. Hasta último momento defendió su modelo y estilo, haciéndose plenamente responsable de las consecuencias.

En su homenaje habrá que subrayar, además de su cordialidad y buena fe, que jamás estuvo involucrado en negociado alguno y vivió sus últimos años en un departamento de clase media alta de la Av. Santa Fe, como las decenas de miles que se erigen en Buenos Aires o Montevideo, cómodo, aunque sin lujo alguno. Tal vez por ello, miles de ciudadanos, escaldados ante la rapiña personal y ostentación de la clase política vernácula, lo despidieran disimulando las enormes deudas (políticas y sociales) que contribuyó a generar. Tal vez también porque esta muerte sí es definitiva.

|*| Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.

cafassi@mail.fsoc.uba.ar

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