LA CONSOLIDACION DE LOS GOBIERNOS DE IZQUIERDA EN JUEGO

Después de un lustro largo de gobiernos de izquierda en América Latina, inaugurados por la elección de Lula en 2002 en Brasil, se abre hoy un paréntesis de preocupación sobre el futuro de estos procesos. El golpe de Estado contra Honduras, y especialmente la larga duración del actual régimen de facto, así como la índole de los apoyos (instituciones políticas del Estado, como el poder Judicial), son parte de esta preocupación. También, aunque en forma menos evidente para algunos, la victoria contundente del espacio de derecha en Argentina, ahora representado por Macri y De Narváez, en el corazón mismo de este país (Buenos Aires). Y si el avance de los partidos o grupos de derecha en Argentina resulta menos evidente para algunos, no es porque este está en cuestión (no lo está, alcanza con ver la votación en las recientes elecciones parlamentarias), sino porque una parte de la izquierda no se siente identificada ni representada por el gobierno de Kirchner primero, y de Cristina después, y esto «contamina» su propia visión del proceso.

Sin embargo, el avance de los grupos y partidos de derecha no está separado de las propias divisiones y luchas al interior de los bloques de izquierda. La coyuntura electoral que enfrentan Brasil y Chile ejemplifican esto.

En Chile, el candidato de la coalición de derecha Piñera está con la mayor intención de voto, y aunque no va a ganar en primera vuelta, va a la segunda vuelta con mayor probabilidad de ganar ­según muestran las encuestas más recientes­ que Frei. El gobierno de Bachelet, sin embargo, termina con una altísima popularidad. Y esto no es poco, teniendo en cuenta que Bachelet sufrió una caída en picada de su popularidad a poco de asumir, tuvo que hacer permanentes recambios en su gabinete, enfrentó la crisis del transporte y protagonizó duros enfrentamientos con el movimiento estudiantil y mapuche. A pesar de los sombríos pronósticos sobre su gobierno, la presidenta redefinió sus apoyos, enfrentó los problemas como un verdadero Príncipe de Maquiavelo y procesa la salida de su gobierno con una altísima popularidad. El éxito de este proceso no «derrama» hacia la izquierda como debiera, sin embargo, y esta elección, como tantas otras (como casi todas, desde que Chile hizo su transición a la democracia) muestra una situación de empate. Este empate se explica, también, por las divisiones en el seno de la coalición entre el Partido Socialista y la Democracia Cristiana, y especialmente, a las luchas intestinas por liderazgos al interior de la propia izquierda. Así, la Concertación procesó una división, de la que emana por un lado la candidatura «oficial» de Frei, y por otro lado, la candidatura de Ominami, anterior miembro de la Concertación, y que defeccionó de la misma para poder presentarse por cuenta propia. Huelga decir que la Concertación no lo habilitó a presentarse como candidato a la Presidencia y que la intención de voto que tiene hoy, cercana a la de Frei, muestra que las resoluciones «de cúpula» no siempre van de la mano con la sensibilidad popular.

No es diferente el panorama en Brasil, donde la candidatura oficial de Dilma Roussef, del PT, tiene una popularidad muy inferior a la de José Serra, el presidenciable por el Partido de la Social Democracia Brasilera, que hizo presidente a Fernando Henrique Cardoso. Aunque Dilma Roussef sólo se incorporó al PT en 2002, buena parte de las razones de su elección (además de su éxito en la implementación del Programa de Aceleración del Crecimiento Económico y de su condición de mujer, que es lo que Lula aduce públicamente para dar cuenta de su candidatura) tienen que ver con la difícil interna que procesó el PT en estos años. Una candidata «de afuera» del partido parece poder generar más consenso que alguno de los miembros del partido, en una interna donde los vetos recíprocos resultan más fuertes que cualquier posibilidad de acuerdo. Pero además, a la candidatura oficial de Dilma ahora se contrapone la de Marina Silva, ex ministra de Medio Ambiente y líder prestigiosa del PT (y del Movimiento Sin Tierra, dado que se la identifica con las luchas de Chico Mendes, campesino asesinado hacia fines de los años ochenta y figura emblemática de este movimiento). Marina Silva se fue del PT y se presentará como candidata por el PV.

Mientras tanto en Uruguay el gobierno del Frente Amplio, al igual que el de la Concertación en Chile, por muy exitoso que hayan sido sus resultados, enfrenta una situación de empate político con las fuerzas de la coalición de centro derecha, representadas por el Partido Nacional y el Partido Colorado. Aún no tenemos los últimos datos de las encuestas que recojan el impacto pleno de la campaña ya asentada con la fórmula Mujica-Astori, desplegada en una intensa movilización dentro y fuera del país. Sin embargo, la estabilidad de los porcentajes en las encuestas a lo largo del período muestran que será una elección difícil y de resultado ­al menos en primera vuelta­ por ahora impredecible.

Buena parte de esta situación de empate refleja las tribulaciones de la población sobre si consolidar o no el dominio de estos «intrusos» de la política tradicional: los partidos o liderazgos de izquierda. En algunos países, como Venezuela o Ecuador, la consolidación de los procesos de la izquierda se hizo de la mano con reformas institucionales de gran envergadura, que al alterar las reglas de juego en forma sustancial, pudieron superar la endeblez de las ecuaciones políticas de empate. Fue así como Chávez primero y Correa después pudieron enfrentar a parlamentos adversos y controlados por fuerzas políticas de la oposición. Pero estas reformas constitucionales no hubieran sido posible sin esos liderazgos. Es la popularidad de Chávez o Correa lo que se pone en juego para dilucidar el «empate» entre izquierda y derecha. Y son ellos, personalmente, los que tienen la popularidad necesaria para desempatar, más que los partidos o fuerzas sociales que los acompañan. Esto es lo que permitió, en ambos casos, «barajar y dar de nuevo». Los procesos constituyentes, al cambiar las reglas de juego, permiten consolidar la fuerza de los partidos o coaliciones de izquierda en las instituciones políticas del Estado.

Pero en aquellos países donde no se ha jugado tan fuerte, ni se ha «barajado y dado de nuevo», como Brasil, Chile y Uruguay, y donde los liderazgos ya están en vías de renovación (Brasil), o siempre se encuentran en litigio (como Chile o Uruguay), el empate se manifiesta de forma más cruda y permite estimar en su justa medida la índole de las confrontaciones en juego.

Así, lejos de imaginar un futuro en el que los gobiernos de izquierda llegan para quedarse sin mayores resistencias, consolidando una suerte de hegemonía cultural o política que les permita afianzarse en el poder, lo que vemos es una lucha cultural, política y social permanente, que genera, a nivel electoral, esa suerte de escenarios de empate, como el nuestro. De la misma manera que la construcción democrática es un proceso de todos los días, los años, y las décadas, y no puede pensarse que la democracia «llegó para quedarse» y ya está (como muestra el caso hondureño), la construcción de un proyecto progresista en la región y en Uruguay es un proceso de todos los días, los años y las décadas.

|*| Politóloga. Universidad de la República

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