AHORA SI, POR LA JUSTICIA4

Hace apenas unos días, la Suprema Corte de Justicia, por unanimidad, declaró inconstitucional a la Ley de Caducidad para el caso del asesinato de Nibia Sabalsagaray. Esto significa que para el mencionado caso, la Ley de Caducidad no tiene valor, no puede ser aplicada y la Justicia podrá actuar libremente, procesando a aquellos que encuentre responsables del crimen. Esta decisión es de enorme trascendencia, ya que la declaración de inconstitucionalidad se hará seguramente extensible a todas las otras causas que sean planteadas ante la Suprema Corte.

Se trata de un fallo y de un acontecimiento histórico. El texto de la decisión adoptada por el máximo organismo de la Justicia en nuestro país, se encarga de demoler los pocos argumentos en los que aún insisten los defensores de la Ley de Caducidad. Unánimemente la Corte entiende que la ley violenta el principio de separación de poderes, viola diversas normas de derecho internacional aprobadas por el Estado uruguayo y transgrede el derecho de las víctimas de acceder al sistema judicial para identificar y juzgar a los responsables de los hechos acaecidos durante la dictadura militar.

Pero además el fallo se encarga de rechazar de plano que la Ley de Caducidad pueda ser considerada una ley de amnistía, liquidando el argumento más utilizado por quienes pretenden que siga vigente. Que la Ley de Caducidad es inconstitucional lo sabíamos desde el inicio, desde el mismo día de su aprobación parlamentaria. Pero que 23 años después, lo establezca de forma tajante la Suprema Corte de Justicia, tiene un enorme valor para nuestra democracia, para las víctimas, sus familiares y para toda la ciudadanía, pues su declaración supera ya, todo debate en la materia.

La Ley de Caducidad es hija de la amenaza y del miedo, su permanencia es la historia de la mentira y la claudicación. Desde el día de su aprobación parlamentaria, casi en la Navidad de 1986, en medio de sesiones extraordinarias y maratónicas, su mayor fundamento fue la amenaza, el principal argumento fue el desacato. Su presentación en sociedad no invirtió mucha elaboración, se la camufló como la consecuencia de «la lógica de los hechos», sin explicar muy bien de qué lógica y de qué hechos, e inmediatamente, como la fórmula indispensable para impedir el regreso militar.

Los alegatos de la supuesta responsabilidad de Estado y del precio que debíamos pagar por la paz y la democracia, fueron el sofisticado envoltorio de la impunidad y el pertinaz cuento que debimos escuchar hasta el hartazgo. Junto a la infaltable descalificación de los que levantamos la bandera de verdad y justicia, mediante aquellas frases que marcaron una época: «los ojos en la nuca», «los intolerantes de siempre», «aquellos que sólo buscan venganza».

Luego vendrían otras alevosas mentiras para la historia de la vergüenza. «En Uruguay no hay desaparecidos», «en los cuarteles no hay nada, es pura fantasía», «no podemos investigar, nada se puede hacer». La indiferencia, la falta de sensibilidad y la mezquindad, se vestían con trajes de estadista, mientras le ofrecían a la sociedad como postal del buen gobierno, el precipicio ético y la mediocridad.

Siempre trataron de implantarnos el miedo. Desde el poder, justo aquellos que supuestamente debían ser los estandartes del compromiso y la dignidad de la nación, sólo nos ofrecieron olvido y resignación. Por eso fueron muy importantes las marchas del 20 de mayo, sobre todo las primeras, para encontrarnos, para darnos ánimo, para ver que no estábamos solos, para redoblar. Y la búsqueda, la lucha, la perseverancia, ensancharon el cauce de la solidaridad, el compromiso social con la verdad y con el valor de la justicia.

La justicia es un valor y un sentimiento profundo. Su poder democrático, disuelve el miedo cada vez que enfrenta pacíficamente a la impunidad, cada vez que pone de manifiesto la verdad, derribando el ocultamiento y la mentira. Verdad y justicia, significa asumir el compromiso, vencer el temor, respetar el sufrimiento y ponerle fin a la impunidad. Significa superarnos como sociedad y como ciudadanos, es construir dignidad, afirmar nuestra confianza en el futuro.

Hoy, el pronunciamiento de la Suprema Corte ha puesto definitivamente las cosas en su lugar y es un verdadero golpe de gracia para esta ley nefasta.

¿Qué más es necesario aclarar? ¿Qué otra cosa queda por decir? ¿Qué puede hoy justificar desde una mínima y elemental lógica democrática el mantenimiento de la Ley de Caducidad? ¿Por qué debemos convivir con esa afrenta a nuestra Constitución y a nuestra dignidad ciudadana? ¿Qué fundamento hay para seguir soportando la humillación nacional que representa? ¿Qué objeto tiene? ¿Cuál es el sentido, su valor o fundamento republicano? ¿Por qué debería mantenerse?

Nada. Ya no hay nada que la sostenga ni la justifique en lo más mínimo. La ley de caducidad sólo constituye un absurdo, un símbolo ominoso de un pasado trágico, una aberración jurídica, un trasto autoritario en nuestra vida democrática. Es un monumento a la mentira, a la injusticia y la impunidad, una vergüenza para el país, una carga inadmisible y fuera del sentido común para las nuevas generaciones.

¿Qué más vamos a esperar? ¿Para qué?

Este domingo, cuando las uruguayas y uruguayos vayamos a votar, más allá de la libre y legítima opción de cada uno, tenemos un deber democrático y ciudadano que cumplir: votar por SI, poner la papeleta rosada en cada sobre y anular la Ley de Caducidad.

Y ese SI enorme que va salir de las urnas, será un SI enorme por la justicia, por el Uruguay y su futuro, un SI enorme por nuestra dignidad y nuestro compromiso democrático unánime de nunca más terrorismo de Estado y nunca más dictadura.

|*| Senador Nuevo Espacio-FA

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