HOLLYWOOD O LA GUERRA POR OTROS MEDIOS

Para quienes apenas hojeamos salteadamente las secciones de espectáculos de los diarios, carecemos de televisión y recelamos de los productos de la industria cultural hegemónica, encontrar motivo de interés polémico en la entrega de los premios Oscar podría parecer un subterfugio en ausencia de musas, tópicos o simplemente ideas. Aunque también una intromisión en un área de la crítica periodística para la cual carezco de conocimientos, oficio y vocación. Hay plumas expertas en este diario encargadas de la noble tarea. Sin embargo esta columna se referirá a esta ceremonia última, aunque exclusivamente en el plano de su significación y potencia política a través de la urdimbre discursiva. Soy consciente a la vez que la reflexión es tardía, desde la perspectiva del timming noticioso. El sorprendente batacazo ya fue.

Y fue la «Academia» la que dio el primer paso eligiendo a la tragedia bélica como motivo y sostén narrativo común en dos de los films ternados para mejor película y luego optó por el más funcional a los intereses continuistas del crimen y el saqueo. No es la primera vez que lo hace. Casi es una costumbre inveterada año a año ya que es excepcional la ausencia de películas guerreras. No sería Hollywood si su cine no tuviera a las conflagraciones, la violencia y la crueldad como recurrente protagonista, ni tampoco si no surgiera del país más guerrero, sanguinario e invasor del planeta. Lo que intentaré sostener aquí es que así como von Clausewitz concebía a la guerra como la continuación de la política por otros medios, el cine hollywoodense, salvo contadas excepciones, es la continuación de la guerra por otros medios. A la Academia le compete evaluar y premiar su eficacia complaciente y su complementariedad agresivo-justificatoria con la intervención militar invasora, eufemísticamente denominada preventiva en varios casos, en el mundo real.

Con estos presupuestos me situé en mi rol de espectador hipocinéfilo, recién en esta semana que culmina, signado más bien por la desconfianza, particularmente exacerbada cuando es Hollywood el convocante, aunque no sea la única razón de mi pereza. Hay algo de la propia valoración estética del género cinematográfico que me confronta inclusive con varios de mis amigos y colegas intelectuales progresistas y, generalmente, con varias de sus recomendaciones y omisiones.

En el plano del propio género, porque lo concibo como una producción industrial del entretenimiento, algo diametralmente opuesto al arte como artesanía irrepetible y singular, aunque en su diversidad puedan existir expresiones de menor manufacturación seriada y consecuentemente de mayor complejidad y riqueza significativa. Si bien en sus orígenes pudo estar parcialmente emparentado al teatro y, por lo tanto, a una estructura literaria dialógica y al aurea actoral, pasó inmediatamente a ser dominado por el fordismo productivo, proveedor excluyente del mercado del ocio.

No hay nada malo en el entretenimiento en general ni en este en particular, aún industrializado, sólo que puede ser más estimulante, crítico y reflexivo, cinematográficamente hablando, en la Nouvelle Vague francesa con Godard o Rohmer, en un par de directoras ternadas en otras oportunidades (a las que me referiré seguidamente) o, sin ir tan lejos, con el norteamericano Allen por caso. Los grandes problemas de la industria cultural planteados hace más de setenta años por la escuela de Frankfurt y la preocupación de Walter Benjamin por los efectos sociales de la reproductibilidad técnica lejos de estar saldados resurgen conforme se barbariza la civilización y se deshumaniza la técnica.

No se me escapa el interés extraordinario y hasta el entusiasmo celebratorio porque por primera vez en 82 años de existencia del premio, una mujer obtenga el galardón a la mejor dirección. Ya era hora. Menos aún cuando las tres que la antecedieron en la terna, es decir, que tuvieron chances objetivas de haberlo obtenido, fueron nada menos que Lina Wertmüller, con «Pasqualino siete bellezas», Jane Campion con «La lección de piano» (dos obras inolvidables en la historia de este entretenimiento) y Sofía Coppola con «Perdidos en Tokio», una obra sui géneris con algunos logros. Aunque tal vez contribuyera a mi dilación la lectura de las babosas palabras de la directora durante la recepción de la estatuilla, en la que le deseó a las tropas «que combaten por nosotros» el retorno a casa a salvo. No porque no quiera con ella que todos vuelvan sanos y salvos sino porque quiero que lo hagan esta misma noche o a más tardar mañana a primera hora y terminen de sojuzgar, saquear y destruir a las naciones invadidas.

Antes de entrar en detalles algo más menudos de las necesarias justificaciones comparativas, digámoslo ahora sin ambages: la película de Kathryn Bigelow, traducida al español como «Vivir al límite», es un bodrio impresentable, juicio que no desmiente que resulte una de las mejores presentaciones cosmético­justificatorias de la actual ocupación de Irak por parte de los Estados Unidos. Al contrario, desde esta óptica resulta una verdadera joya de la simplificación ideológica y de la manipulación de la emotividad, tal como fue coronada por el escueto discurso de Bigelow aludido.

La Academia no es un sujeto y por tanto no dialoga ni fundamenta sus dictámenes, sino que se trata de un conglomerado de 5.700 socios selectos con derecho a voto que representan a todos los componentes de la industria que en este caso convergieron ceremonialmente en el Kodak Theatre. No se privan del lobby, de manera más discreta o desembozada, pero muy particularmente son permeables a las necesidades reproductivas de un modelo de acumulación política y económica de la que esta industria es parte constitutiva. De esta forma se explica que en el caso de «Vivir al límite» la relación entre taquilla y premiación no sea directa ni mecánica, aunque históricamente estas variables suelen converger. Podría hasta resultar alentador que la película que más recaudación ha tenido en la historia del cine hasta la fecha sea derrotada por una de débil éxito comercial, si no fuera porque resume todos los clisés ideológicos de la justificación invasora en oposición a insinuaciones críticas de su competidora. La Academia demostró que hay algo más importante aún que el éxito económico y es el éxito ideológico naturalizador y justificatorio. ¿No es suficientemente dramática y aberrante la guerra física como para que su exégesis y narrativa constituyan un arma más de mortificación? Sobre eso votó la Academia.

Las oposiciones entre «Vivir al límite» y «Avatar» superan obviamente la anécdota graciosa de confrontar a una ex pareja. Lo único que tienen en común es ser películas de guerra, la primera en el presente y la segunda en el futuro. Mientras la futurista permite los más diversos e inagotables niveles de significación, la realista es un ejemplo de literalidad y acorralamiento significativo. Cierto es que James Cameron, al situarse en el futuro, no puede prescindir de cierta explicación de las razones por las que un grupo de terrícolas se afinca en una luna de un planeta lejano habitado. Pero no estaba obligado a alegorizar sobre el presente apoyando la ocupación en un trípode entre la investigación científica, el interés privado extractivo (en este caso minero) y el poder militar. Inversamente, el film de Kathryn Bigelow omite en primer lugar toda motivación de la presencia y acciones.

«Avatar» caricaturiza la acción militar y el heroísmo a lo Rambo mientras «Vivir al límite» la glorifica y libidiniza la adicción adrenalínica de la violencia. Cameron identifica al agresor y asume la perspectiva del agredido, mientras Bigelow invierte la relación de victimización, como si el pueblo iraquí fuera el agresor en su territorio con bombas caseras, que el «héroe» (que «combate por nosotros») se encargará de desactivar.

Lo que efectivamente Bigelow pretende desactivar, como su héroe sargento, es todo estallido de rebeld
ía e indignación ante la barbarie invasora. Su pretendida humanización de los protagonistas encubre un propósito de continuismo criminal. Un absurdo llamado a no poner bombas caseras de resistencia y allanarse aquiescentemente a legitimar la invasión. Exactamente lo contrario de Avatar. Si su propósito fuera, como el de su discurso, la seguridad y la vuelta a casa de los «que combaten por nosotros», la bastaría con condenar la guerra y estimular la objeción de conciencia y la paz.

No alcanzarían las salas cinematográficas ni los espectadores del mundo para proyectar toda la creciente producción internacional tanto del primer mundo como de la periferia. Se hacen indispensables selecciones y consecuentemente criterios selectivos. Una política cultural de izquierda no puede dejar librado un componente importante de la construcción de la hegemonía como el que estamos comentando a la decisión del mercado. Es necesario estimular, por ejemplo, la producción y distribución de los países que se están proponiendo un camino alternativo a la hegemonía. Pero además intervenir en la selección del mensaje estimulando ponderaciones propias.

De lo contrario seguiremos viendo hollywoodeses.

|*| Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@mail.fsoc.uba.ar

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