LAS PALABRAS Y LA FUERZA

Hace ya muchos siglos, un italiano, Maquiavelo, escribió un libro que transformó profundamente la concepción que sobre la política se había tenido hasta entonces. El libro, llamado «El Príncipe», indicaba que la política no era, como había enseñado la democracia griega, el arte de convencer con las palabras, y la buena hechura de las leyes que rigen a una comunidad. Viendo el trazado de las monarquías hechas a sangre y fuego en su tiempo, Maquiavelo concibió a la fuerza como parte de la política, y creyó que la violencia debía ser una base más duradera del poder de los príncipes, que las palabras y las leyes. No creyó que esto debía ser así (el predominio de la violencia sobre las leyes), sino que esto era así. A esta concepción, luego, se la llamó «realismo político».

Sobre la base de la concepción de Maquiavelo, se cimentó luego la construcción del Estado-nación como institución dominante: las armas debían pertenecer al Estado, y ser monopolizadas por él, y no por los particulares (los señores armados de la guerra de la edad media). El Estado-nación es una institución que ha perdurado hasta nuestros días, y también la idea, luego expresada más tardíamente, de que el mismo debe detentar el «monopolio legítimo del uso de la violencia». La fuerza se requería, en la concepción de Maquiavelo, básicamente para defender el propio territorio, pero en las concepciones posteriores, la fuerza se hacía necesaria para asegurar las leyes, porque, librado de toda atadura jurídica, y del miedo a la represión del Estado, «el hombre se vuelve lobo del hombre».

Esta concepción fue contestada luego por generaciones y generaciones de teóricos y políticos venidos de las más diversas tiendas: desde el liberalismo hasta el marxismo. Cuando el Estado detenta el monopolio de la violencia, el Estado puede volverse el «lobo del hombre». A esto alude la expresión «terrorismo de Estado». A los ciudadanos, a su vez, les asiste el derecho de resistir la espada del Estado cuando va contra ellos mismos. Esta teoría es conocida desde al menos el siglo XVII, con el nombre de «derecho de resistencia».

Hoy, cuando discutimos el tema de las armas, y no sólo Mujica ha puesto el tema sobre la mesa, sino y de manera inesperada el presidente de Costa Rica, Oscar Arias, es importante saber que nos anteceden siglos de discusión al respecto, y que sobre el tema, no hay una, sino varias opiniones.

Lo que Oscar Arias dice ­más allá de la conveniencia de que un mandatario le aconseje a otro lo que hacer con sus armas­ es que las dos hipótesis que legitiman el uso de la fuerza: la defensa exterior y el control del «lobo del hombre» interno, no se aplicarían bien al caso uruguayo, como no se aplican al de Costa Rica. En primer lugar, la defensa exterior es algo que las propias armas no podrían asegurar, dado el tamaño y ubicación de Uruguay, y en cuanto al «lobo del hombre», las Fuerzas Armadas han demostrado que ellas podían desempeñar ese papel mejor que ningún particular. En las propias palabras del Premio Nobel de la Paz, «en el mejor de los escenarios, los ejércitos latinoamericanos han significado un gasto prohibitivo para nuestras economías. Y en el peor, han significado una trampa permanente para nuestras democracias.»

Frente a eso, se han elevado gritos al cielo. Como no podía ser de otra manera, los primeros que hicieron sentir su voz fueron los nucleados en el Centro del Ejército, quienes, a través de su presidente, tuvieron a bien aclarar que no fueron las Fuerzas Armadas que fueron contra el pueblo en Uruguay sino «el comunismo internacional y sus compañeros de ruta quienes nos declararon la guerra».

Desde otras tiendas se le contestó a Arias: a saber, sobre la segunda parte de la afirmación, que las FFAA eran onerosas. El propio Presidente inauguró su discurso el 16 de marzo en la Base Aérea de Santa Bernardina señalando que «reconoce una postergación en lo económico, sobre todo si comparamos la situación del resto de los trabajadores del Estado», aunque señala, con gran lucidez, que no puede haber «fuerzas armadas ricas en un país pobre».

¿Cuánto gastan las Fuerzas Armadas en Uruguay? Mucho, o muchísimo, comparado con lo que se gasta en este país en relaciones exteriores, transporte, ganadería o industria. En la ejecución de 2008 el presupuesto de Defensa era del 5,1% del Presupuesto total, sólo superado por ANEP (11,3%) y por ASSE (6,2%). Era cuatro veces superior a todo lo que gasta el Poder Legislativo (1,3%), el Poder Judicial, (1,3%) o el Ministerio de Ganadería y el de Industria sumados (1,3%).

De acuerdo a los datos reseñados por Víctor Carrato (en LA REPUBLICA, 10/2/2010) sobre la estructura por escalafón, el que concentra más cargos es ANEP con 44.785 funcionarios, le sigue el escalafón administrativo con 35.261 cargos y en tercer lugar el escalafón militar con 29.910 cargos y el policial con 28.310. En palabras de Carrato «tenemos casi 45 mil funcionarios públicos vinculados a la educación contra más de 58 mil vinculados a los aparatos represivos, sumando militar y policial».

El gasto en defensa, claro está, es el resultado del ejercicio de «gobierno de facto» de las Fuerzas Armadas durante la larga dictadura que asoló al país. En 1960 había más o menos trece mil funcionarios, y hoy hay 26 mil: sin que la población haya cambiado en esa proporción, ni siquiera el propio funcionariado total del Estado. En 1971 las FFAA ya habían trepado al 10% del presupuesto, pero en 1974 llegaban al 18%. Esto es: dueños del poder, los militares se habían elevado su propio presupuesto a topes inverosímiles. A la salida de la dictadura, el presupuesto era muy alto: 14,3%. Los sucesivos gobiernos fueron reduciéndolo: en 1996 es de 9,4% y en 2001 fue de 7,2%. Hoy es de 5% y debe seguir bajando, hasta situarse en sus niveles «históricos»: los que tenía antes de la escalada represiva y de la dictadura militar, y los que tuvo siempre este país, que desde inicios de siglo se ocupó de tener unas armas reducidas, poco onerosas para el Estado, y una «carrera militar» que nunca ostentó el prestigio que tuvo en otros países de América Latina.

El presidente Mujica, consciente de la forma en que la población mira a las Fuerzas Armadas (y estas a la población), aboga por una suerte de acercamiento entre esta institución y la gente. Y, ¿cómo se siente la gente con las Fuerzas Armadas? En primer lugar, hay que decir que la inmensa mayoría de los uruguayos descarta la posibilidad de que pueda haber un nuevo golpe de Estado. Es el menor porcentaje de América Latina, seguido de Costa Rica. También Uruguay y Costa Rica son los dos países donde la inmensa mayoría de la población declara que «bajo ninguna circunstancia apoyaría a un gobierno militar». Finalmente, Uruguay es el país de América Latina donde en menor medida se considera una alternativa que «los militares remuevan al Presidente si este viola la Constitución», seguido de Chile y Costa Rica. Estos son datos del Latinobarómetro 2009 y reflejan una opinión pública «antimilitarista» como pocas. En una encuesta realizada por Naciones Unidas en 2008, la confianza en las Fuerzas Armadas era muy escasa en el país: un 30% declaraba no confiar «nada» (en Montevideo este porcentaje llegaba al 41%), los que declaraban confiar «mucho» no llegaban al 10% y los que decían tener «algo» de confianza eran el 25%. El otro 30% declaraba confiar «poco».

Estos niveles de confianza en la población reflejan un sentimiento que no sólo anida entre los frenteamplistas, sino en el resto, y es la base para entender que la inmensa mayoría de los uruguayos querría unas Fuerzas Armadas redimensionadas a la escala «histórica»: lo que eran antes de la dictadura. Porque en Uruguay, todavía, la política sigue siendo de las palabras y las leyes, y de detentar el monopolio físico de la violencia, el Estado, pasó a usarla contra los suyos. Las heridas están por restañar, todavía, y las percepciones del ciudadano «de a pie» deben ser también (y sobre
todo) tomadas en cuenta.

|*| Senadora de la República, Espacio 609, FA

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