Justicia, política y sociedad

EPPUR SI MUOVE

1.

Hace ya muchos años, bajo el título «Si hay miseria que no se note», el escritor argentino Jorge Luis Borges nos alertaba sobre la hipocresía, el culto a la imagen y los eufemismos imperantes en la sociedad argentina.

Sus reflexiones se ajustan hoy, sin mayor esfuerzo, a las reacciones que motivó en esta orilla una reciente sentencia que dispuso la clausura de un juicio penal ­aclaro que está impugnada-, en aplicación de las disposiciones contenidas en una ley sancionada por el Parlamento Nacional hace casi dos años, a fines de 2008.

Para ser más claros, un tema de carácter netamente jurídico ­como lo es la delimitación del ámbito de aplicación de la ley­ pasó a erigirse, abruptamente, en una cuestión de haute politique; en un tópico de urgente convocatoria parlamentaria, con investigaciones inminentes; en materia de sublimes cruzadas periodísticas, edificadas sobre alarmantes colgados; y naturalmente, como no podía ser de otro modo, en el punto de partida de radicales posturas éticas, las cuales se han ocupado de tomar inmediata distancia del asunto y de destacar su absoluta ajenidad respecto del supuesto zafarrancho jurídico.

Puede que semejantes reacciones obedezcan, con el mayor de los respetos, a la constatación contenida en el sabio dicho popular: cuando el barco se hunde, las ratas son las primeras que lo abandonan.

 

2.

Por supuesto, para constituirse en una opera prima, a la parafernalia montada le faltaba un componente esencial: el malvado. Desde la época de la santa inquisición ­que se escribe con minúscula, porque de santa no tuvo nada­, pasando por Jacob y Wilhelm Grimm, el lobo de Charles Perrault, el discapacitado de Victor Hugo o algunas versiones aggiornadas de Ethan y Joel Cohen, siempre ha sido inevitablemente así.

Pasado un tiempo, suele suceder que los propios verdugos se ocupan de canonizar al lapidado, de fundar movimientos verdes, de participar de conferencias internacionales sobre la equidad de los diferentes o, llegado el momento, de rendirle honores fúnebres o incluso montarle algún monumento en una plaza pública, al otrora defenestrado.

 

3.

Pues bien, me permito señalar que desde hace ya varios siglos, un señor llamado Montesquieu formuló, en su tratado «Del espíritu de las leyes», el principio de separación de poderes, que hoy es un pilar tradicional en las constituciones liberales de la mayor parte de los países del orbe. En resumidas cuentas, en esa estructura ideal diseñada por el Barón de la Brède et de Montesquieu ­para ser más exactos­, el Poder Legislativo aprueba leyes para cierto tiempo o para siempre y enmienda o deroga las existentes; el segundo poder, el Poder Ejecutivo, administra, vela por la paz, envía o recibe embajadores, establece la seguridad; y el tercero, el Poder Judicial, castiga los delitos o juzga las diferencias entre particulares.

La idea no le pareció tan descabellada a nuestros constituyentes porque, desde 1830 en adelante, éstos consagraron la división entre los tres poderes del Estado y le asignaron al Poder Legislativo, con idéntico texto y como materia de su específica competencia, «la elaboración de leyes relativas a la independencia, seguridad, tranquilidad y decoro de la República; protección de todos los derechos individuales», entre otros (art. 85 numeral 3º de la Constitución Nacional).

 

4.

En tal contexto, resultan muy poco comprensibles las recientes expresiones divulgadas por la prensa.

Máxime cuando basta que cualquiera de nosotros se tome un tiempo y busque información en la página web del Parlamento ­aún cuando ello exija un esfuerzo algo superior a digitar en Google «ley 2.230″­ y advierta, entonces, que ese proyecto fue presentado, tratado y aprobado en la sesión de la Cámara de Senadores de 23 de octubre de 2008 y, en definitiva, derivado a la Cámara de Representantes.

Es más, la exposición de motivos explica acertadamente que la derogación del art. 76 de la Ley Nº 2.230 procura eliminar la supervivencia de dos regímenes legales que regulan una misma conducta delictiva, ya que el art. 247 de la Ley de Concursos tipifica el delito de fraude concursal. Por su parte, el miembro informante aclaró entonces ­con idéntico acierto­ que la no inclusión de esa derogación implicaría, de hecho, «la existencia de una doble normativa con relación al delito» de fraude referido. Y finalmente, de los 23 senadores presentes al momento en que se levantó la sesión, ninguno de ellos tuvo reparo o inquietud alguna para sancionar el proyecto de sus compañeros de tareas (Repartido Nº 250, Tomo 458 del Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores).

Cuando cualquier uruguayo lee ese repartido ­en formato web o papel, según prefiera­, se congratula de la actuación de los representantes nacionales, porque en la exposición de motivos y posteriores intervenciones, cree ver la seriedad y el rigor técnico del Parlamento Nacional.

 

5.

Y cuando dos años después, ese mismo uruguayo se para en el quiosco de la esquina, ve la tapa de un semanario y lo lee, inevitablemente hay algo que no le cierra. Se trate de un técnico en electricidad, de un desempleado, de un sexagenario o, incluso, de un pibe.

Porque, según allí puede leerlo, quienes antes promovieron y votaron el proyecto, dicen ahora que fueron engañados/manejados y/o garroneados, víctimas de un error/complot/operativo y/o «carambola a tres bandas con casín», faltaba más.

Claro está, en lo que hoy llaman livianamente zafarrancho jurídico, no tienen responsabilidad ninguna. Como dicen las encuestas, «no sabe» o «no contesta».

La justificación es obvia y evidente, burdamente repetida a lo largo de la historia: el entuerto ha sido intencionalmente montado por el tercer hombre y sus adláteres, esos que personifican al malo de la película y permanecen ocultos en las sombras. Así lo afirman todos, protagonistas y escuderos; rasgándose las vestiduras al unísono, en nombre de la libertad de expresión.

Y con ello basta para armar la hoguera.

 

6.

Pero, aunque no lo parezca, los uruguayos no sólo no somos grises. Tampoco somos tontos y algunas contradicciones resultan, sencillamente, insalvables.

En la causa penal tan divulgada, iniciada el 8 de agosto de 2002, todas las personas se encontraban ya en libertad cuando ­seis años después­ se derogó el art. 76 de la Ley Nº 2.230 y además, para ese entonces, el Ministerio Público, la Fiscalía, ya había deducido también acusación por un delito más grave, el de insolvencia societaria fraudulenta.

Por ende, de lo que aquí se trata es de un debate propiamente jurídico, que versa sobre el alcance de la derogación de la norma cuestionada, en atención al estado del proceso penal referido. En pocas palabras, la cuestión pasa por dilucidar si esa derogación se aplica o no, cuando se ha modificado con anterioridad la imputación provisional, por la cual comenzó el juicio.

 

7.

Empero, de lo que no pueden caber dudas es de que la decisión judicial fue adoptada dentro del ámbito de su competencia, en función de la plena regencia del principio de separación de poderes y de la potestad inherente a la Justicia, de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.

Para tranquilidad de muchos, aún firme y ejecutoriada esa resolución de clausura del proceso, ella no se equipara a una declaración de inocencia; por el contrario, la anotación judicial persiste en la planilla de antecedentes del reo.

Y en lo fundamental, para ratificar ese estado de serenidad, adviértase que ni siquiera si se revocara la clausura dispuesta y continuara el trámite del juicio, aún recayendo sentencia de condena, los imputados jamás serían reintegrados a la cárcel.

Sabiamente, el ordenamiento jurídico vigente establece que una vez dispuesta la excarcelación provisional del encausado, el saldo de pena se cumple en libertad. Por ahora y sin perjuicio ­según suele decirse en el for
o­, hasta tanto algún peregrino proyecto de ley no disponga lo contrario y contribuya, si es posible más, al endémico hacinamiento carcelario.

 

8.

En el Estado de Derecho, los que abogamos diariamente por los tribunales, reclamamos que la Justicia decida con rigor y objetividad, basada en los argumentos alegados por las partes del juicio ­sus actores naturales­, ajena a los reclamos mediáticos y a la politización de los temas que se someten a su consideración.

Sólo cuando así ocurre, la JUSTICIA se escribe con mayúscula, el justiciable posee las mínimas garantías y, su abogado, la posibilidad real y efectiva de ejercer la defensa.

 

9.

En el año 1543, Copérnico escribió que la Tierra giraba alrededor del Sol y que el movimiento de éste sólo era aparente, una afirmación que compartió Galileo, aportando argumentos definitivos a favor de aquel.

Ello le valió, a los 70 años, ya viejo y enfermo, el sometimiento a juicio por la Inquisición y la obligación de desdecirse ante el santo oficio. Galileo tuvo entonces que firmar una larga declaración en la cual, tras condenar por falsa la concepción copernicana, concluía: «Abjuro, detesto y maldigo los antedichos errores y herejías».

Cuenta la historia que al salir del tribunal y antes de partir al destierro que le había sido impuesto, el sabio dijo «Eppur si muove».

Sí. Y sin embargo, se mueve.

Montevideo, agosto 2010

(*) Abogada

(La habitual columna de Eleuterio Fernández Huidobro será publicada mañana viernes).

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