LAS RAICES DEL PENSAMIENTO INDOAMERICANO; FLORACION, MUERTE Y RENACIMIENTO

Como vimos en un estudio más extenso, el pensamiento indoamericano, largamente reprimido por el poder político y la cultura ilustrada, en su ascenso a la conciencia literaria, se encontrará con los intelectuales de izquierda en el siglo XX, aunque su cosmología se opone en casi todos sus aspectos básicos a la cosmología marxista.

En Hora 0 (1969) el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal ve la muerte de Sandino como el sacrificio que mantiene vivo el movimiento de la historia –del mundo–: la sangre del elegido riega la tierra y la hace fértil, «el héroe nace cuando muere / y la hierba verde nace de los carbones» (Antología, 78). Cuando escribe el «Epitafio para la tumba de Adolfo Báez Bone» confirma la misma idea: «Te mataron y no nos dijeron dónde enterraron tu cuerpo, / pero desde entonces todo el territorio nacional es tu / sepulcro» (49). En otra metáfora no deja lugar a dudas: «creyeron que te enterraban / y lo que hacían era enterrar una semilla» (50). También el salvadoreño Roque Dalton percibe la misma justificación de la existencia del revolucionario como la muerte necesaria que fecunda la vida por venir: «uno se va a morir […] disperso va a quedar bajo la tierra / y vendrán nuevos hombres […] Para ellos custodiamos el tiempo que nos toca» (Poesía, 23). Por su parte, el argentino Juan Gelman, en versos críticos al esteticismo de Octavio Paz y Lezama Lima, lo puso en estos términos: «¿por qué se pierden en detalles como la muerte personal?» (Hechos, 48). Esta comunión de la tierra con el renacimiento, del sacrificio con la vida es propia del cosmos amerindio. El futuro utópico y el pasado original se encuentran y se confunden en una especie de fin de la historia.

En «La Batalla de los Colores» de Ariel Dorfman, las referencias religiosas al cristianismo son explícitas pero no menos claras son las referencias al sacrificio del hombre-dios amerindio. Cuando los infinitos dibujos que envolvieron en su laberinto a los militares comenzaron a arder, el poder opresor procuró que la muerte de José, el subversivo, fuese ejemplar, «para que todos supieran que así terminan los brujos y creyeran que José ardía entre las pruebas de su herejía (Militares, 154). El uso propagandístico que se rebela contra sus autores, es semejante aquí como lo fue en la muerte de Jesús, en la de Ernesto Che Guevara y en la de otro José mártir, José Gabriel (Tupac Amaru). Pero sobre todo coincide con la tradición mesoamericana. Las referencias a un realismo mágico que se pueden encontrar desde las crónicas de la Conquista desde Pedro Cieza de León recorren el relato y coronan el final. La mayor preocupación del general representante de la dictadura que combatía José fue que nadie pensara que había logrado «introducirse dentro de uno de sus dibujos o quizás repartido a lo largo de cada uno de ellos, reservándose el corazón para los últimos y los sesos para los penúltimos (155). Las imágenes de los pájaros surgidos de esa catástrofe de fuego recuerdan el fuego de Landa Calderón que así pretendió, al comienzo de la Conquista espiritual, vanamente borrar la memoria del pueblo maya. Es el fuego didáctico de Hernán Cortés, el fuego de la memoria reprimida del continente, según la obra de Eduardo Galeano. Es «el camino del fuego» de Ernesto Guevara (Obras, 236). Es el fuego con el que Quetzalcóatl recreó el mundo y el fuego que, según Séroujé «señalan todas la misma nostalgia de liberación» del individuo que va a «trascender su condición terrestre» (169). No es el fuego final de Alejandra en Sobre héroes y tumbas (1961), que de esa forma pretende borrar toda memoria del pecado sexual, del incesto y de su desprecio proyectado en la sociedad; una forma de condena en el infierno cristiano. Es otro fuego, es el fuego que en el siglo XVI mata la carne y salva la memoria del cacique Hatuey en Cuba que, según Bartolomé de las Casas, elige renacer en el infierno donde estará su pueblo antes que el Paraíso de los buenos conquistadores (Destrucción, 88).[1]

También otros elementos de este cuento, como la disolución del individuo –del héroe– en la humanidad de su pueblo, el corazón, el cuerpo repartido por la magia de los dibujos quemados y despedazados, son símbolos de la cosmología amerindia. No faltan las alusiones explícitas al lenguaje y la semiótica cristiana: así también la cultura del continente ha sido travestida por la simbología y el ritual católico (lo explícito) mientras los elementos centrales de la cultura reprimida por la violencia inevitablemente iba a buscar diferentes formas de sobrevivir aún de formas más inadvertidas y por eso más fuertes y permanentes (lo implícito).

De forma más personal –como es más propio de la poesía y del ensayo que de la narrativa y del teatro– el argentino Francisco Urondo, en el poema «Sonrisas» escribió su testamento ideológico confirmando los dos elementos fundamentales: el futuro utópico, donde el individuo se disuelve en el sacrificio en una comunión con la humanidad y el desprecio de la materia, caída en la desacralización y la inmovilidad del cosmos que ha perdido su espíritu, según la cosmología amerindia (expresada, por ejemplo, en Hombres de maíz, de Miguel Angel Asturias): «[a] los hombres del futuro: mi testamento: ‘a ellos, / hijos, mujer, dejo todo lo que tengo, es decir, / nada más que el porvenir que / no viviré; dejo la marca / de ese porvenir'» (Poética, 404). En otro poema, en «Solicitada», confirma la misma idea: «Mi confianza se apoya en el profundo desprecio / por este mundo desgraciado. Le daré / la vida para que nada siga como está» (458).

Uno de los poetas más significativos, Ernesto Che Guevara, en el cual alcanza su cumbre la poética del compromiso, es explícito en este sentido: «En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que este, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y victoria» (González, 131).

Más recientemente el subcomandante Marcos, cuyo verdadero nombre es Rafael Sebastian Guillén Vicente, en una entrevista a la cadena Univisión de Estados Unidos explicó al periodista Jorge Ramos la razón de su nombre:

Antes de perderse de nuevo entre los maizales y cafetales que parchan la selva lacandona, Marcos me explicó el origen de su nombre de guerra; no es nada nuevo, pero es distinto escucharlo de su boca. «Marcos es el nombre de un compañero que murió, y nosotros siempre tomábamos los nombres de los que morían, en esta idea de que uno no muere sino que sigue en la lucha», me dijo, medio pensativo pero sin mostrar cansancio.

Ramos: ¿O sea que hay Marcos para rato?

Marcos: Sí. Aunque me muera yo, otro agarrará el nombre de Marcos y seguirá, seguirá luchando. (Ramos)

Segunda y última parte de la nota publicada en esta página el viernes 11 de marzo.

[1] Esta historia es repetidas veces citada y reescrita por los escritores políticos de la segunda mitad del siglo XX, como el primer G. Cabrera Infante (Vista del amanecer en el trópico), Eduardo Galeano (Memoria del fuego), Carlos Alberto Montaner (Las raíces torcidas de América Latina), etc.

|*| Jacksonville Univeristy

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