EN UN DIA COMO HOY, HACE CIEN AÑOS, NACIA CATULO CASTILLO

Autor de tangos eternos

Nacido el 6 de agosto de 1906, Cátulo Castillo es un producto genuino del porteño barrio de Boedo. Contó como primer maestro a su padre José González Castillo, poeta, dramaturgo, sainetero y un furibundo anarquista, quien junto a Roberto Arlt, los hermanos González Tuñón, Nicolás Olivari, Homero Manzi, Evaristo Carriego, marcaron a fuego, a toda una generación literaria argentina, y conformaron, lo que hoy se reconoce como, «la escuela literaria de Boedo». En esas primeras décadas del siglo veinte, Boedo era una calle, luego se convertiría en barrio.

En dicho territorio, estudió música, transcurrió parte de su infancia y a los 17 años, musicalizó la primera parte del tango «Silbando», la segunda la hizo Sebastián Piana y la letra le corresponde a su padre. Luego los tres, volverían a unirse, para hacer «Viejo ciego» y posteriormente, musicalizaría unos versos de su padre, y ambos, entregarían un clásico del tango: «Organito de la tarde».

En los años de su niñez, su casa era frecuentada por los músicos Sebastián Piana, Pedro Mafia, los payadores Gabino Ezeiza, José Betinotti, Roberto Caseaux y en algunas ocasiones, recibió la visita del poeta nicaragüense Rubén Darío, quién había trabado amistad con su padre.

Recién después de la muerte de su progenitor, en 1937, Cátulo Castillo decide mostrarse como poeta y se convierte en su natural heredero. En cada trabajo derrocha su talento a raudales y logra verdaderas obras de arte del cancionero rioplatense. Sus letras siguen estando en el silbo, de cualquier nochero veterano.

Estuvo ligado por temperamento, por personalidad y por exaltación emotiva a lo que se llamó, dentro del tango, la «generación del cuarenta». Compartió con Homero Manzi las tradiciones de ese sur de Buenos Aires, donde estaban enclavados los barrios de Pompeya y Boedo. Con sus casas bajas, de patios abiertos al cielo, al borde de calles de tierra, bodegones de turbio color, cuyos parroquianos eran gringos laburantes y criollos, en su mayoría, gauchos matreros que habían dejado atrás la pampa y la estancia cimarrona. Muchos de sus personajes son el hombre gris y la mujer marrón, dotándolos en su poesía, de conmovedora dignidad y con refinados tratamientos literarios.

Como un auténtico y genuino hombre de tango, siempre respetó sus códigos y sus raíces, jamás renegó en los frisos que supo describir en su poesía, del arrabal, con su dolor y su desamparo. Siempre eligió los testimonios de su época y de esa forma realizó un temario amplio en toda su obra, emparentándolo, a la problemática de una ciudad que iba cambiando aceleradamente. De esa forma los personajes de sus tangos se reflejan en un espejo que, él, construyó con sus cargas poéticas y sus inquietudes de cronista fiel y riguroso de todo lo que le acontece a los habitantes de la ciudad.

En toda su obra pareja y de elevado nivel, se encuentran temáticas dispares como los recuerdos de su niñez en «Patio mío», «Caserón de tejas», El patio de la morocha», «La calesita». Los personajes de la noche y el alcohol los hallamos en «Café de los angelitos» y en «La cantina». Es también un recreador de la melancolía, cuando evoca lo perdido y lo irrecuperable, haciéndolo con preguntas, como en los versos de «Tinta roja»: ¿Dónde estará mi arrabal?/ ¿Quién se robó mi niñez?/ ¿En que rincón, luna mía…? Gira al grotesco discepoliano, en los descarnados versos de «Desencanto» y «A mí qué».

Entre los tangos clásicos cantables de la época moderna, encontramos esa pieza singularísima en la que el tango canción parece alcanzar el cenit: «La última curda». Escrita en 1956 y musicalizada por Aníbal Troilo. Horacio Ferrer la describe con acierto: «Cátulo Castillo, hace de «La última curda», un verdadero alarde de síntesis poética, de dominio técnico de la canción, de belleza en la metáfora y de hondura en la idea».

Pero, en su obra lírica se agregan otros títulos de sostenida belleza: «María», «Luna llena», «El último café», «Corazón de papel», «Color de barro», «A Homero», que le dedicara a Manzi y varias más, que superan el centenar.

José Gobello, el presidente de la Academia Porteña del Lunfardo, sostiene que: «la poesía de Cátulo Castillo se distingue por el empleo de rimas internas que aumentan la musicalidad del verso y ciertos amagos surrealistas, que se quedan, en eso, en amagos».

Más allá, de la obstinada presencia de sus tangos, debe rescatarse la personalidad franca y generosa de Cátulo Castillo. Mantuvo siempre un compromiso solidario y gremial. Fue un hombre de mano franca y tendida hacia todos los artistas populares y hacia todos los seres que poblaban su ciudad de Buenos Aires. Conoció la persecución política y la prepotencia de los mandones de turno. Para Cátulo Castillo la vida no fue fácil. Al igual, que cuando era un veinteañero y se coronó campeón peso pluma, luego de librar casi ochenta peleas y viajar a las olimpiadas del año 1924, en la madurez de su vida, tuvo que enfrentarse en otros combates, más duros y desparejos.

Fue un hombre fiel a sí mismo, fiel a su entorno y fiel a sus principios. Nunca se cruzó de vereda. Caminando por la del sol, un golpe seco y fatal lo golpeó en el pecho y derrumbó a Cátulo Castillo para siempre. Ocurrió el 19 de octubre de 1975 y el infarto lo alcanzó en domingo, justo a él, para quién no había feriado. Un año antes, la Municipalidad de la ciudad Buenos Aires, lo había declarado Ciudadano Ilustre y el Fondo Nacional de las Artes, el Gran Premio Anual. *

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