POLVO DE ESTRELLAS

Recuerdos que han soñado, en El Picadero

Hace ya varios años conocimos lo que creemos fue la primera obra de Diana Veneziano, en la quinta de Santos, alternando con «El bosque de Sasha» de Roberto Suárez. En este mundo teatral de hoy nos reconforta que exista Diana Veneziano. No ha hecho ruido a su alrededor, no ha ganado ningún concurso, sus obras no han sido nominadas como «mejor obra de autor nacional». Es uno de esos personajes de Balzac, imperceptibles para el vulgo, como Z. Marcas, sólo en su buhardilla, como el autor de «La obra maestra desconocida», como Daniel D’Arthez tiritando de frío antes de saltar a la fama. Le falta poco para la excelencia: pero, desdichadamente, le falta. Habríamos querido decir cosas como «admirable realización», «un triunfo de la imagen», «pasión por el misterio» y, por supuesto, una interpretación «pareja». No podemos; pero no podemos dejar de decir los méritos.

Puede parecer una paradoja, pero el mejor comentario de «Recuerdos que han soñado» lo escribió el extinto Samuel Beckett, en una nota que aparece en el programa de mano. Sintetiza magistralmente la obra, así: «El único medio de renovación consiste en abrir los ojos y contemplar el desorden. No se trata de un desorden que quepa comprender. He propuesto que lo dejemos entrar, porque es la verdad… En el fondo de esta noche abovedada, ahí es donde estoy injertado, no comprendiendo lo que oigo, no sabiendo lo que escribo».

Pero Veneziano, siempre según el programa, está en «…búsqueda de la propia identidad». ¡Huy! Primer paso en la ciencia ficción: la «identidad», y sobre todo la horrenda «identidad nacional», es una entidad metafísica. A renglón seguido Veneziano lo advierte, cuando escribe que «cada uno arma su propia historia, su identidad», con restos de experiencias, con esas puntas y cabos de los que habló ejemplarmente T.S. Eliot en «Retrato de una dama»; por donde debemos concluir, correctamente, que la propia identidad es un artefacto portátil, algo así como los lentes para leer, y hasta una máscara, que se fabrica cada uno. Pero entonces, ¿qué sentido tiene buscar una «identidad» que, con materiales más o menos auténticos, se va a inventar?

Valéry escribió que hay dos peligros que amenazan al mundo: el orden y el desorden. Parece haber excepciones; pero Beckett reconstruye el caos. De una forma casi explícita, en «La última cinta de Krapp», aunque hay que repasar el texto para entenderlo, y encontrar un intérprete excepcional; confesamos que nuestra admiración por «Esperando a Godot» no está apuntalada por el necesario análisis de cómo y con qué fue hecha. La pieza se nos ha resistido, hasta ahora, a mostrar las costuras.

Perdónesenos las repeticiones, pero «Recuerdos que han soñado» nos hace recordar el mundo de sueños de Alberto Félix Alberto, donde la ensoñación parece organizarse y tener vida propia, una vida que casi siempre se exalta a pesadilla; pero en Alberto está, como médula o columna vertebral, el mundo de los arquetipos y las intuiciones de C.G. Jung. Hay un punto de apoyo, un momento en que el autor dice «Fiat» y la obra se levanta, de pie; pero de pie sobre una plataforma conceptual. Con Veneziano, en cambio, nos sucede como con el argentino Omar Pacheco. Sus espectáculos, por partes, pueden a veces ser inquietantes, otras plásticamente hermosos, a menudo difíciles: no vemos la integración de las partes en un todo, la corporización del caos en el objeto único que aparece, con la obra de arte, por primera vez en el mundo. Vemos en «Recuerdos que han soñado» un mundo que nos es muy afín: el mundo vacío de Fernando Pessoa, pero sin su sinceridad desgarradora y su ácido humor; el mundo desolado de Jules Laforgue, pero sin su poesía.

En un medio teatral donde una rampante estulticia se ha enseñoreado de los escenarios, los propósitos de Veneziano son, por qué no emplear la palabra, admirables. Ha proyectado algo grande. Persigue el arcoíris. Pero la realización es demasiado fiel a la idea. Nos trae los recuerdos tal cual, girando laxamente pero con cierta gravitación alrededor de un viaje, con clara alusión a la reconstrucción de la experiencia, al viaje místico de nuestras vidas. «Qué hacer con toda una vida a cuestas», es una frase que se repite, casi en la misma forma, varias veces, en esta obra; es también casi lo único que se dice en la pieza, como el «¡Callate, che!» eran las únicas dos palabras, repetidas por Alejandra Figueroa, en «Tango varsoviano», de Alberto Félix Alberto. Tal como presenta los episodios la autora, bien armados unos con otros, precisa con las luces y con la interpretación, no se percibe el drama, el nudo, la culminación, la síntesis; y la pieza parece palidecer más que concluir, apagarse más que resolverse. No comprendemos lo que oímos, no sabemos lo que escribimos; pero no podemos ser los escribas de nuestros sueños. Son algo, quieren decir algo: lo que armamos con ellos, en medio de la oscuridad, cuando el último de los faroles de la calle se apaga, ha de apuntar a una aurora. *

RECUERDOS QUE HAN SOÑADO, de Diana Veneziano, por Calibán Usina Teatro. Con Oriana Irisity, Julia Irisity, Elisa Sassi, Margarita Fernández, Noelia Burlé, Norma Berriolo, Leonor Chavarría, Isabel de la Fuente y Marcel Sawchik. Escenografía e iluminación de Claudia Sánchez, vestuario de Isabel de los Santos, música de Ismael Collazo, coreografía de Andrea Arobba, dirección de Diana Veneziano. En «El Picadero», Agraciada 2733 bis.

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