Nueva vías de acceso a la colección del museo

La idea de Jacqueline Lacasa, flamante directora del Museo Nacional de Artes Visuales, es un acierto. Rescatar los premios de los Salones Nacionales como vías de acceso a la colección, supone una mirada retrospectiva a los modos de ver y estimar el arte a través de los certámenes oficiales. Más que el gusto de la época, posible en otras latitudes, lo que hay que observar son los integrantes de los jurados y los nombres de los artistas participantes en diferentes períodos.

El primer Salón Nacional de Bellas Artes se inauguró en 1937 en la sede de la Comisión Nacional de Bellas Artes, planta alta del Teatro Solís, a iniciativa de Eduardo Víctor Haedo, ministro de Instrucción Pública (hoy de Educación y Cultura) de Gabriel Terra. Los arquitectos dominaron la integración de la Comisión Nacional de Bellas Artes, creada en 1936 (luego pasó a llamarse de Artes Plásticas y finalmente de Artes Visuales, como el Salón y el Museo) y durante varios años formaron parte del jurado, por una de esas razones que la razón ignora. El primer jurado lo integraron Román Berro, José P. Carré y Carlos Herrera Mac Lean, ninguno caracterizado por adhesión al arte moderno. Otros integrantes: Raúl Montero Bustamante, José P. Argul, Manuel Barthold, Domingo Bazurro y José Belloni. El más audaz, Eduardo Ferreira, primer crítico de arte uruguayo, presidía el jurado. Los premios recayeron en Manuel Rosé, Alberto Dura, Carlos Rúfalo, Edmundo Prati, Domingo Barbieri, Vicente Morelli, Ricardo Aguerre y Mario Radaelli. La flor y nata de la figuración convencional, en algunos casos, formalmente sólida. Se ignoraron los ranchos y lunas de José Cuneo, en su mejor momento, a Pedro Figari con tres cartones ( Comisión de damas, Candombe, Pericón), el Autorretrato de Guillermo Laborde, el planismo de Alfredo Sollazo, las xilografías de Guillermo Rodríguez, nombres más cercanos, en su momento, a la modernidad.

En los siguientes años, se repitieron, con pocas variaciones, jurados y premios (Alberto Dura vencerá en 1939 y 1940). En 1942 se premiará a Cuneo, Carlos A. Castellanos y Bernabé Michelena (los jurados Carlos Prevosti y Carmelo de Arzadun, debieron ser decisivos). Hubo que esperar a 1954 para recaer las distinciones en José Echave, Pablo Serrano y Oscar García Reino, en un tribunal integrado por Fernando García Esteban y Germán Cabrera, más atentos a la realidad innovadora. Recién en 1958 surgen los premios a Washington Barcala, Germán Cabrera, Eduardo Yepes y Raúl Pavlotzky, neutralizados por los recaídos en José María Pagani y Esteban Garino. No fue casual, la presencia en el tribunal de María Luisa Torrens y Alberto Muñoz del Campo. Algo se avanzó en el reconocimiento de Manuel Espínola Gómez en 1961 y 1962 (que había escandalizado con Sifón, un inodoro de reciedumbre expresionista en 1954) y en los sucesivos salones de la década del sesenta, para decaer en los años de la predictadura y los 11 años de plomo, con artistas colaboradores del régimen de facto. Hay nombres que dan lástima, en especial en 1975, el infame Año de la Orientalidad, artistas que luego, en democracia, representarían al país en la Bienal de Venecia. Con acierto, la muestra impone una franja negra a ese período. Habría que analizar con detención ese colaboracionismo y las sorpresas consiguientes, incluso entre críticos. Es un aspecto ríspido, silenciado por los estudiosos, temerosos de la verdad. Con el retorno de la democracia, los salones, clausurados por el presidente Sanguinetti, coleccionista y adicto a las artes visuales nada menos que 17 años, vuelven para reconocer a las generaciones jóvenes.

La muestra Nuevas vías de acceso, referida a los salones nacionales (faltan, por estar en museos salteños, obras de los años treinta y cuarenta), con excelentes obras de Ventayol, Damiani, Espínola Gómez, Solari, Vicente Martín, Pavlotzky, Costigliolo y María Freire, entre otras, alternando en un mar de inutilidades, admite diversas lecturas, como afirma la directora Lacasa. La más pertinente, quizá, es aquella hecha en función de los jurados actuantes que no fueron, necesariamente, intérpretes de la sensibilidad epocal y actuaron en la mayoría de los casos, en contra de ella.

La muestra es estimulante en su correcta presentación, innovadora manera de hurgar en el pasado y en el patrimonio del MNAV, casi ignorado. Sin duda que para sacarle mayor provecho al acervo habrá que investigar en profundidad algunos períodos o movimientos, enfocando aspectos puntuales para revelar la historia verdadera del arte nacional. Eso requiere un trabajo de permanente investigación para alumbrar la intrincada red del arte con la historia, la sociedad, la política y la cultura toda. Esa parece ser la actitud que se adivina en la nueva orientación de nuestra principal pinacoteca. *

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