Carbajal. En él se cumplen las coordenadas que serían dignas de ser aprobadas por un eventual uruguayómetro

El Sabalero, un clásico, una figura irrepetible

Con más de cuarenta y cinco años de trayectoria artística ininterrumpida, El Sabalero permanecerá intocable en el podio de la popularidad y en los afectos de los nacidos en esta parte del mundo. Ha sido tal vez el cantor con mayor postura rocker de nuestro país tanto así que muchos lo han definido como el Tom Waitts uruguayo. Entiéndase por postura rocker un modo contestatario de plantarse ante la vida, un espíritu libertario en permanente desmarque de lo convencional, de los usos y costumbres que tarde o temprano adormecen la sensibilidad. Vaya paradoja en alguien que ha nutrido sus creaciones en las raíces más profundas de la identidad folclórica regional.

Con el cabello encanecido este guerrero humanista siguió, hasta el último suspiro, dando su batalla por la belleza, ofreciendo lo mejor de si a sus semejantes, esos que durante generaciones crecieron, lloraron y rieron con sus canciones desde que «Chiquillada» o «A mi gente» -por citar tan solo dos ejemplos- han pasado a formar parte de lo mejor de la cultura popular.

Lo suyo ha sido la ruptura permanente, desde sus mínimos gestos hasta la exposición mediática. A su vastísima producción no se la puede encasillar en un estilo definido: no es folclorista, no ha sido roquero, ni candombero ni tanguero. Nunca se ató a ningún género, tal vez porque, como pocos, supo desde muy joven que la vida es mucho más que eso, mucho más que una canción, la vida son muchas canciones y una variada paleta de estilos y colores. Hasta su recital en al Bar Tabaré del sábado pasado, Carbajal mantuvo intacta su doblegadora presencia escénica y su particular voz, esa que lo ha caracterizado a lo largo de una prodigiosa carrera siempre en ascenso.

Cuando este artista lacazino narraba sus recuerdos, cuando ponía sobre el tapete sus sentimientos y su modo de pararse ante la vida, era inevitable que el público sintiera que sus emociones más nobles y atávicas se vieran retratadas en sus palabras. Allí, en ese rico y a la vez árido terreno de los recuerdos, de los afectos y de un clarísimo modo de ser uruguayo, es donde El Sabalero se movía como pez en el agua y es ese, precisamente, desde el lugar en donde se transformaba en un disparador de emociones.

Sin lugar a dudas El Sabalero es un clásico, una figura irrepetible que arrancando trozos de la vida misma, ha sabido, desde su pintura de la comarca pintar el mundo, con un modo propio de decir que adquiere la hondura y la magnitud de la universalidad humana. Se trata entonces de un artista con mayúscula, de alguien que como el buen vino mejoraba cada vez más con el paso de los años y que, tanto desde su nobleza compositiva como narrativa, lograba transformar -con su sensibilidad- la sensibilidad de sus auditores.

Coincidiendo con la opinión del colega argentino Fernando D´Addario, en él se cumplen con creces coordenadas físicas y espirituales que serían dignas de ser aprobadas por un eventual uruguayómetro: voz grave y decidora, apego al barrio y/o pueblo chico, nostalgia congénita, sentido de la solidaridad, buena educación, perfil bajo y un largo etcétera. En El Sabalero, además estos atributos se ven potenciados por un largo exilio, político primero y familiar después (se enamoró de una holandesa) disparador en ambos casos de un itinerario creativo que arrastró canciones como si fuesen jirones de su propia existencia.

El Sabalero reúne muchos argumentos que avalan el arquetipo del ser uruguayo. Y siguiendo ese camino reconocible hasta en los mínimos gestos se llega a completar una fisonomía artística que le escapa a las etiquetas y se acerca, por eclecticismo y falta de prejuicios, a ese perfil delineado por el Canto Popular Uruguayo. Candombes, milongas, baladas, algo de rock, letras que remiten a recuerdos de infancia, a alcoholes, putas y ladrones. Ninguno de esos estilos y caracterizaciones alcanzan, por separado, a definir al Sabalero ya que como el mismo afirmaba no es roquero, folclorista, candombero o tanguero, tal vez porque nunca se ató a ningún género.

El autor de tantas y tantas canciones entrañables, había llegado a una madurez compositiva y expositiva que lo ubica entre los impares, entre esos individuos que se funden con el paisaje, con las formas diferentes de la aldea o del pago y devienen precisamente pago o espejo definitivo y noblísimo del Uruguay profundo.

Pasarán las generaciones y sus canciones seguirán siendo escuchadas una y otra vez. Lo suyo es clásico y -por lo tanto- tiene el don de la perdurabilidad.

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