En defensa del idioma español

Se conmemoró ayer, 23 de abril, un nuevo aniversario de la muerte de don Miguel de Cervantes Saavedra. La fecha ha sido elegida por las autoridades académicas y gubernamentales del mundo hispanohablante para celebrar el Día del Idioma Español.

Pero como en esa fecha también murieron o nacieron otros célebres escritores de todo el mundo y de todos los idiomas, la Unesco también se apropió del 23 de abril para declararlo Día Mundial del Libro.

Sin perjuicio de adherir a tan magnas celebraciones, entendemos que tanto la lengua que hablamos como los libros –como vehículos de pensamiento y cultura– deben homenajearse todos los días del año y no solamente en la fecha estipulada.

Lo curioso es que los homenajes dispuestos en ambas celebraciones muchas veces adquieren la característica de defensa. Los ministros de Cultura, los docentes, los literatos y todos quienes intervienen en los actos y son reporteados por la prensa dedican la mayor parte de su homenaje a la defensa, tanto del libro como del idioma castellano. Y si ello ocurre, es porque ambos se hallan amenazados. El uno, por los medios audiovisuales y por una cultura sustentada en la imagen en desmedro de la palabra; el otro, por los furibundos embates del inglés que, aprovechando la globalización, se cuela subrepticiamente (y a veces no tan subrepticiamente) en el léxico, la sintaxis y la morfología de nuestra lengua.

De alguna manera, ambos (idioma español y libro) son casi menospreciados por las nuevas generaciones. El desprecio por el libro surge de la preeminencia que tiene la cultura de la imagen y, sobre todo, el imperio absoluto y el prestigio de los soportes informáticos por encima del papel y de la letra impresa.

El desprecio por el idioma, por su parte, es palpable a diario en los enunciados que producen algunos periodistas y la mayoría de los animadores de programas televisivos. La probreza expresiva, el vocabulario reducido, el lenguaje interjectivo, las construcciones sintácticamente incorrectas, todo queda en evidencia en el habla de ciertos personajes que, para desgracia, gozan de un inmerecido prestigio social y se convierten, por tanto, en modelos a imitar.

De todas estas calamidades la televisión tiene su cuota de culpa en la medida que ha fomentado la actitud pasiva característica del televidente, ha sustraído al ser humano del hábito de la lectura y ha conspirado contra la comunicación interpersonal.

La pantalla chica (sea la del televisor o la del ordenador) se convirtió en el instrumento más idóneo del proceso de globalización. A través de ella, el idioma inglés ejerce presiones de todo tipo y va modificando los hábitos lingüísticos de los hispanohablantes.

Pero ese fenómeno no se produciría, por más presiones que ejerciera el mundo anglosajón, de no ser por la marcada disposición de las gentes del mundo hispano a recibir y dar acogida favorable a una lengua extranjera. Y ese menosprecio por su propia lengua –paralelo a la admiración por la lengua extranjera– denota una alarmante caída de la autoestima de las naciones y comunidades hispanas.

La defensa de la lengua que hablamos pasa, pues, no sólo por enseñar el idioma a los jóvenes o por corregir los yerros más corrientes, sino por recuperar y elevar esa autoestima de modo tal que sintamos que nuestra lengua es tan rica y expresiva como cualquiera. *

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