Los caminos abiertos de América Latina

El escritor y periodista del Corriere della Sera, Maurizio Chierici, en uno de sus libros sobre América Latina (La scommessa delle Americhe, 2006) se refiere a mi optimismo sobre el futuro del continente relacionado a un supuesto cambio de ánimo hacia la potencia del norte. Aunque quizás con un dejo de ironía (equivocadamente cree que soy «molto amato e premiato negli Stati Uniti»), cita algunas observaciones sobre la historia del continente que recuerdan la alternancia de amor y odio, admiración y desprecio según la percepción geopolítica de un imperio o del otro, el monarquismo español y la república norteamericana.

Pero éstos son sólo síntomas de una evolución histórica que va más allá de América Latina y que encuentra a este continente en una situación de inmejorable oportunidad, más allá de las crisis que vendrán.

Sin caer en el anacronismo de asumir una «psicología de los pueblos», independiente de sus condiciones históricas y materiales, creo que hay sobrados indicios –ya que no aún pruebas– de que las regiones culturales participan de un paradigma particular desde el cual ven el mundo y a sí mismos y actúan en consecuencia. No es el momento de ampliar aquí sobre esa «forma de pensar» de nuestro continente, sino apenas recordar, en pocas líneas sintéticas, el marco histórico que también impone sus condiciones a cualquier libertad, individual o colectiva.

Entiendo que ese marco está definido por la progresiva e inevitable democracia directa, producto ideológico de la radicalización del humanismo y de la modernidad, causa y consecuencia del desarrollo de las tecnologías no militares de los últimos siglos. Toda forma de democracia es siempre relativa y progresiva; el adjetivo «directa» sugiere un imposible valor absoluto de la democracia, por lo cual sería preferible usar la definición de Democracia progresiva, a riesgo de arrastrar una especie de oximoron: una Democracia conservadora es una idea contradictoria. Pero este último es un problema menor. Dejémoslo como digresión o nota al pie.

La democracia progresiva no reemplazará las formas de la democracia representativa sino antes el significado y la práctica de la misma. Más que un problema político e ideológico es un problema cultural e histórico. Este es el punto que considero central y no los odios y amores –a veces frívolos, a veces trágicos– entre América Latina y Estados Unidos, tal como se desprende de algunas lecturas como la que me atribuye el mismo Chierici.

¿Pero qué distingue el siglo XIX del siglo XXI, además de la progresión de la I?

Las independencias políticas del siglo XIX en América Latina no fueron tales sino, en gran medida, lo contrario: aunque necesarias e inevitables, aunque llenas de entusiasmo creativo de sus hombres de armas y letras, también sirvieron para consolidar un estado social conservador, por lo cual deberíamos llamarlas «revoluciones conservadoras» o «contrarrevoluciones del siglo XIX». Los revolucionarios de entonces, casi todos intelectuales o militares, terminaron sus días traicionados, amargados o en el exilio. A mediados del siglo XIX la oligarquía rompió el molde y ya no surgieron militares revolucionarios sino perfectos reaccionarios. Los pueblos, que poco y nada participaron en este proyecto creador, permanecieron relegados de la dinámica de la historia, ingiriendo ideas novedosas que nunca pudieron digerir gracias a una prolongada dieta de obediencia y terror moral prescripta por los venerados señores feudales. Una de las mayores descolonizaciones de la historia se convirtió en intracolonización. Como siempre, la reacción tiene sus mejores estrategias asentadas en algún tipo de cambio. Pero el nuevo saco de fuerza no sólo se impuso por sus estructuras económicas de países meramente exportadores sino también por su ideología dependiente. Ligados al centro mundial del industrialismo naciente quedaron las aristocracias rurales y portuarias y también los eternos discursos que acusaban a ese centro lejano de todo el mal del mundo.

No reconocer la relación opresor/oprimido o beneficiario/explotado fue (y es) tan peligroso como hacer del imperialismo europeo-americano un tema único y fatal, al cual sólo queda oponer una resistencia de vidrios rotos que siempre sirve para legitimar la reacción. A veces esa «resistencia», como en Ernesto Sábato, se convierte en una muletilla, en una abstracción sin salida, algo muy parecido a una mera reacción.

Ahora, si no podemos protagonizar una revolución creativa, mal sustituto es una revuelta conservadora –esa vieja válvula de escape del statu quo– en nombre de la rebelión. No podemos renunciar al primer paso, la crítica y la protesta, pero tampoco detenernos ahí, satisfechos sin haber alcanzado el objetivo fundamental que es la creación colectiva, eso que José Martí reclamó en vano.

Por mi parte, insisto que un proyecto concreto a impulsar es la democracia progresiva, ese necesario estadio posterior a la democracia representativa, progresivamente reaccionaria. Esta nueva realidad, en América Latina irá reemplazando la independencia estructural e ideológica de las tradicionales clases dominantes, la obsesión por los líderes y caudillos y el desuso de su autocompasión. Inevitablemente replanteará el sitio desde el cual se relaciona con el resto del mundo. Este cambio será (es) simultáneo con un proceso semejante a nivel mundial. La igualación de fuerzas nacionales y regionales, no tanto por la caída de unas sino por la emergencia de otras equivale a la progresiva derogación de las antiguas fronteras de clases, a una reformulación de la dinámica de los grupos sociales en la era digital.

Y esta revolución sólo se puede materializar desde abajo. Desde arriba, desde los gobiernos, se puede acelerar este proceso delegando responsabilidades en la población, autocontroles de las gestiones públicas y promoviendo planes de integración y educación que apunten a la autonomía de la creatividad individual y colectiva que supere la cultura estandarizante y todavía vertical de la era industrial.

Si en el siglo XIX se produjo un cambio de forma más que una revolución social, el siglo XXI verá un cambio social, más que una revolución de las formas. Como subsisten las tradiciones parasitarias de las monarquías en sistemas sociales articulados por la democracia representativa, así subsistirán mañana los parlamentos en una sociedad progresivamente desobediente a esta rígida tradición. No por ser un lugar común dejaremos de repetirlo: en la educación está, ahora más que nunca, el factor más sensible para este cambio que prescribió el humanismo desde el siglo XIV. Esa educación dejará de estar fundamentalmente en el aula tradicional. El aula sólo será el punto de encuentro de estudiantes y especialistas pero ya no el pupitre uniformizador de la sociedad programada para obedecer todo lo que viene de arriba.

Sé que nuestro querido amigo Eduardo Galeano me disculpará por parafrasear en este artículo el título del libro de ensayos más reconocido en el continente. También sé que él, como muchos pero no como tantos, están deseosos de ver cicatrizar esas mismas venas para comenzar a andar.

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