El día que Uruguay quiso derribar a un presidente paraguayo

Paraguay siempre despertó simpatía en los uruguayos. Ya sea porque allí Artigas eligió su último refugio, ya sea por la sensación de culpa histórica que cabe al Uruguay como nación, por haber formado parte de la Triple Alianza, que (en lo que fue la guerra más sangrienta de todos los tiempos), dejó a Paraguay reducida a escombros. La alegría colectiva de los uruguayos por la victoria de Fernando Lugo tiene pues mucho de hermandad. También de expiación. Al Uruguay le dolió el grotesco e interminable régimen del general Stroessner, el °(infinity)tiranosaurio°±, ahora sí, definitivamente enterrado. Por eso la solidaridad con el Paraguay del exilio.

Lo que aquí se relata ocurrió cuando el Mercosur ni siquira existía. Era 1947. En Uruguay gobernaba Luis Batlle Berres, en Argentina Juan Domingo Perón y en Paraguay, el general y dictador Higinio Morinigo. Montevideo era la meca de los exiliados políticos del mundo y se veía por doquier a republicanos españoles, a antiperonistas y a liberales paraguayos, muchos paraguayos. A todos «Don Luis» (así era conocido familiarmente el Presidente de la República) trataba como niños mimados, en una suerte de comunión no escrita, que a los ciudadanos del común enorgullecía tanto como el campeonato de 1930 o la escuela vareliana. Era el sello de identidad de los uruguayos.

La prensa oral y escrita informaba en primera plana por aquellos días, que fuerzas revolucionarias civiles y militares se habían levantado contra el gobierno del general Morinigo, presidente °(infinity)de facto°± del Paraguay. No se sabía a ciencia cierta cuántos hombres acompañaban a los sublevados, pero sí había trascendido que las cañoneras «Humaitá» y «Paraguay», construidas en Italia en la década de los 30, -y que habían sido un factor decisivo en la victoria paraguaya en la guerra del Chaco contra Bolivia (1932-1935)- habían abandonado el dique seco de la armada argentina en Buenos Aires, para sumarse a las fuerzas antigubernistas. Los asilados guaraníes de Montevideo hervían de público fervor, por la causa de la revuelta. El gobierno, aunque en secreto, jugó todas sus cartas a favor de los revolucionarios. Fue así como, en las cercanías de Carmelo se dio una muy especial reunión de buques de tres marinas. Por parte de Paraguay, estaban las dos cañoneras, fondeadas en medio del canal, sin munición de artillería por cuanto esta debió ser desembarcada para poder acceder al dique. Y como el gobierno argentino estaba en actitud neutral (que en el caso jugaba a favor de Morinigo) no se les devolvió los proyectiles cuando zarparon. La armada argentina, desde su orilla, vigilaba a los paraguayos mediante los rastreadores «King» y «Murature». Su homónima uruguaya, un poco más al este, tenía apostados al guardacostas «Salto» y al buque de apoyo hidrográfico «Capitán Miranda» (hoy reconvertido en velero-escuela).

En Carmelo, había una gran empresa industrial, «Metalúrgica y Diques Flotantes», (MDF), donde era gerente el ingeniero naval Federico Bozano, de nacionalidad paraguaya y diseñador de las cañoneras. Desde los buques uruguayos salían las lanchas, que tras un largo rodeo, para no ser detectados por los radares del Murature y del King, traían y llevaban piezas de las máquinas de las cañoneras paraguayas que eran reparadas en los talleres de la MDF. También alimentos y abrigos a los exhaustos marineros guaraníes. Era agosto y hacía mucho frío. Todos se preguntaban qué podrían hacer las cañoneras, a medio recomponer y sin municiones. Era patético observar cómo la marinería hacía ejercicios de combate como soldados de infantería, tendidos sobre la cubierta y apuntando hacia afuera con los fusiles. A la semana, la Humaitá y la Paraguay abandonaron el fondeadero y se dirigieron al norte, rumbo a Asunción.

Ese día, de mañana, la gente en el puerto de Montevideo miraba con curiosidad a un enorme hidroavión, tipo «bote volador», recorrer una y otra vez las aguas del antepuerto, los motores rugientes y acelerados al máximo. Después de la quinta tentativa, un suspiro de alivio recorrió todas las bocas. La aeronave había despegado y se perdía en el horizonte. Lo que nadie sabía era que ese hidroavión privado, piloteado por el mayor retirado Alcides Perdomo, iba cargado hasta los topes con munición y fusiles que tenían grabados el escudo del Uruguay, en lo que era la secreta contribución del gobierno uruguayo a la causa revolucionaria. Por razones nunca aclaradas, la aeronave no pudo amerizar en el río Paraguay, y regresó a Montevideo, donde al tratar de posarse sobre el agua en medio de una fuerte tormenta, y en horas de la noche, golpeó la restinga rocosa de Punta Carretas, para terminar varada en la playa Verde, arrastrada por la corriente.

Frenéticamente, y en el mayor secreto, el gobierno dispuso un operativo conjunto, donde intervinieron el ejército, la armada y la prefectura naval. Las armas fueron todas retiradas, pero el oficial al mando, capitán de corbeta Alfredo Bastreri, fallecería poco tiempo después de neumonía.

En el lejano Paraguay, los revolucionarios llegaron a las afueras de Asunción y la victoria parecía un hecho. Pero todo se desplomó, cuando dos regimientos al mando del entonces coronel Alfredo Stroessner atacaron por la retaguardia. La victoria del general Morinigo fue pírrica, porque sus colegas militares le retiraron la confianza y lo derrocaron al año siguiente. Como colorario a esta peculiar historia, Uruguay y Argentina, trataron de recomponer sus relaciones bilaterales, notoriamente deterioradas por las posturas asumidas en relación a la crisis paraguaya, pero ahora despegados e indiferentes de la suerte de la nación guaraní que inició su marcha al infierno que duraría 60 años.

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