A 35 años del comienzo del derrumbe

Mucho se ha dicho y escrito sobre los sucesos del 27 de junio y no vale la pena recorrer caminos trillados. Lo que sí se debe recordar, es que el alzamiento militar de 1973, -que por cierto no nació por generación espontánea-, señala un cambio cualitativo en la modalidad de asumir y encarar el desplome que comenzó en el lejano 1955. Agotado el ciclo neobatllista del «industrialismo por sustitución», que permitió un crecimiento sostenido del 9%, se pasó durante dos gobiernos blancos, y de la mano del contador Azzini, al primer intento de liberalizar la economía. Los números del Instituto de Economía son concluyentes. El crecimiento industrial (por lejos el mayor proveedor de trabajo) había caído a un escaso 1%. A todo esto hay que agregar una creciente incapacidad de los sectores industrial y agrarios para absorber una mano de obra crecientemente desocupada. El gobierno nacionalista buscó la salida a la problemática mediante la adopción del modelo neoliberal, y de tal modo firma el 30 de noviembre de 1960 el primer acuerdo con el FMI, donde entre otras cosas se instauraba el impuesto a la renta. Pero la mano de obra desocupada cada vez más numerosa, que durante un tiempo fue reclutada e instalada en cargos públicos, quedó huérfana de apoyo cuando al Estado Complaciente se le acabaron los cupos. Entonces arrancó la crisis, con todos sus ingredientes: inflación, fuga de capitales, endeudamiento condicionado al cumplimiento de políticas recesivas, insatisfacción y desilusión colectivas, guerrilla urbana y emigración, mucha emigración. Con Pacheco Areco (1968), comenzó el autoritarismo mediante la aplicación del Estado de Sitio (que en Uruguay se llama «Medidas Prontas de Seguridad) como modalidad permanente de gobierno, dado que el Parlamento en plena atonía institucional, por cobardía, irresponsabilidad o inacción, avalaba al señor Pacheco que, en pleno desborde, censuró y cerró la prensa no adicta, prohibió partidos políticos, clausuró sindicatos y permitió, por acción u omisión, el funcionamiento de «Escuadrones» de triste memoria.

El fallido intento de reelegir a Pacheco lleva a la presidencia al estanciero Juan María Bordaberry, un católico regresivo y ultramontano. Pero, el golpe de Estado era inminente. Porque ya había habido una intentona fallida a finales de 1966, cuando el general Seregni se apersonó al general Aguerrondo (padre), -creador de la logia Tenientes de Artigas e ideólogo de la ruptura constitucional-, advirtiéndole que impediría por la fuerza cualquier salida contra la legalidad. Los golpistas esperaron pacientemente 7 años y ahora eran dueños del poder. Ironías de la historia. Los golpistas que tenían como prioridad uno, traer de regreso a Pacheco Areco por considerarlo responsable de corrupción a todos los niveles, terminaron por pactar con el ex mandatario que pasó a convertirse durante 15 años en embajador itinerante de la dictadura. Bordaberry hizo un patético llamado a detener a los golpistas, desde los balcones del palacio Estévez, ante unos 50 curiosos.

La rebelión, que comenzada por el ejército, con el desganado apoyo de la Fuerza Aérea, recibió el repudio de la Armada. Los marinos ­con la excepción de una treintena- rodearon a su comandante el almirante Zorrilla, e hicieron de la Ciudad Vieja una «ciudad libre». Bordaberry, como sabemos, no aceptó levantar la bandera de la legalidad en la Ciudad Libre. Se alió con los golpistas. Estaba en su naturaleza. Sus arquetipos eran Franco y Pinochet. Ahí comenzó un raro interregno que duró hasta el 27 de junio, cuando el aséptico parlamento fue cerrado por los generales Cristi, – fallecido- y Alvarez, hoy aquejado de amnesia y en prisión.

En el ínterin, Zorrilla y su entorno fueron destituidos. El Comando fue ocupado por el almirante González Ybargoyen, un católico ultraconservador, cuñado del muy arribista coronel y abogado Néstor Bolentini, que fungía de eminencia gris. Para el folclórico almirante Hugo Márquez se creó el cargo de Comandante de la Flota.

Así comenzó la larga noche. Todo fue posible para los uniformados y su genuflexo coro civil. Se robó. Se extorsionó. Se traficó con recién nacidos mientras se asesinaba y se hacía desaparecer a los padres.

Y se mintió y se sigue mintiendo.

En verdad, el 27 de junio debiera ser la fecha de conmemoración de la conversión del Uruguay en una auténtica república bananera, sin bananas. Que me perdone el señor Z por robarle el símil pero este cronista recuerda:

1. Que se abrió una embajada en Gabón para un coronel. 2. Que se envió a un obeso general a la creación por parte del régimen racista sudafricano de la seudorrepública de Transkei, acto repudiado por las NNUU. 3. Que se dispuso que Pluna volara a Curaçao, en las Indias Holandesas. 4. Que la lluvia de papel picado que caía sobre el automóvil descubierto que recorría 18 de Julio con Bordaberry y su invitado Pinochet, no se debía al entusiasmo de los montevideanos, sino que eran soldados que violentando los apartamentos los arrojaban de los balcones. 6. Que la economía estuvo en manos de los señores Végh Villegas y Arismendi, vocacionales amanuenses y hombres de confianza del general Alvarez, con quien crearon eso que se llamó «la tablita». Algo así como el bíblico milagro de los panes y de los peces. Pero al revés. Porque el país se fundió. Ellos no.

Si me preguntaran qué siento en este 27 de junio contesto: vergüenza y orgullo.

Vergüenza ajena por la colectiva amnesia que súbitamente contagió a quienes mayores responsabilidades tuvieron que ver con las lesiones a los DDHH de los ciudadanos del Uruguay.

Pero siento orgullo, porque mi/tu/su/nuestro ejército, en Camboya, en el Congo, en la Antártida o en Haití, una y otra vez, muestra y demuestra al mundo que FFAA con perfil muy bajo pueden hacer cosas muy altas. Y hacerlas bien. En el aire, en el mar, en tierra.

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