Dr. Yamandú Sica Blanco

No puedo dejar de escribir sobre Yamandú Sica Blanco. Su muerte me golpeó de improviso. He dejado pasar algunos días para mitigar la pena. Fue profesor emérito de la Universidad de la República, dedicó toda su vida a la docencia teórica y práctica en su especialidad. Esa era su pasión. Su actividad profesional y gremial fue tan intensa como prolongada. Como director de la Clínica Ginecotocológica de la Facultad, tomó la posta del Dr. Hermógenes Alvarez en el Pereira Rossell. Vicepresidente e integrante del Comité Ejecutivo del Sindicato Médico del Uruguay, en los últimos años prestaba su colaboración invalorable en la Comisión de Educación Superior del MEC y en la Comisión de Seguimiento de la Facultad de Medicina del Claeh. Hace no mucho tiempo perdió a su entrañable compañera, la Dra. María Rosa Remedio, también profesional médica destacada y de hondo sentido humano, que lo había sucedido en la dirección de la Clínica.

Posiblemente me olvide de muchos títulos alcanzados por Yamandú con trabajo, dedicación, inteligencia y una vocación que le brotaba por todos los poros. Pero para mí será ante todo, y para siempre, el compañero del alma desde los bancos de Preparatorios en el Vázquez Acevedo. Desde 1943 y por toda la vida.

Qué tiempos aquellos. La edad dorada de la primera adolescencia, con la vida y el mundo por delante. El azar de la inicial del apellido nos colocó en el mismo grupo. Formamos aquel año una trilogía con Yamandú Sica y Teófilo Collazo, que trillábamos incansablemente los corredores de la planta alta de Preparatorios, discurriendo sobre la vida y el mundo. Mejor dicho: sobre cómo cambiar el mundo. Yo había leído ese año el Manifiesto, adquirido en la librería América de la esquina de Eduardo Acevedo y Guayabo y, maravillado, había dictaminado que era una genialidad o una locura total, sin término medio posible. Yamandú defendía las concepciones del batllismo sin mácula, del batllismo de don Pepe Batlle. Teófilo Collazo era un anarquista de pura cepa. Unos años después, integró un grupo que fue convencido por don Luis Batlle, ingresó a la lid política desde esa vertiente, fue senador y ministro del líder quincista y se mató unos años después en un accidente automovilístico al cruzar un puente. En aquellos tiempos visitamos incluso un local anarquista en la calle Madrid, cerca de Miguelete y Sierra, pero esa es otra historia.

Entramos juntos con Yamandú a la Facultad en el año 45 (también con Hugo Villar), inaugurando un famoso Plan Nuevo por el cual se estudiaba toda la anatomía (y sus anexos) en el primer año. Después la vida nos fue separando, porque yo tomé otros derroteros, y él culminó la carrera y alcanzó la cumbre en su especialidad, siempre combinada con la docencia. Durante la dictadura, que lo destituyó, vino a verme en el exilio mexicano y asumió una misión por la cual le guardé reconocimiento para siempre. Al retorno en el año 84, me lo encuentro en una reunión de la dirección del PCU, en plena militancia. Integró la primera bancada de la 1001 electa ese año, junto con Gilberto Ríos, José Pedro Ciganda, Gonzalo Carámbula, Andrés Toriani. Le tocó presidir en algún período la Cámara en esa primera legislatura posdictadura, lo que hizo con brillo y ecuanimidad. Fue coautor del proyecto de creación de la Comisión Honoraria de Lucha contra el Cáncer, que integró como tesorero en los primeros cinco años. Renunció a la Cámara en 1986, cuando fue repuesto en la cátedra, recibiendo el homenaje de sus colegas parlamentarios. A esa altura nuestros contactos adquirieron relativa frecuencia, en su apartamento frente a la rambla, tocando esencialmente la cuerda política y los avatares del Frente.

Sufrió profundamente la pérdida de su esposa. Creo que ahí se acercó a su propio desenlace, que se precipitó el sábado 8 de noviembre. Un cáncer de pulmón, del que había sido operado con éxito en 1980, tuvo un rebrote. Murió rodeado de sus hijos, y permanecerá en nuestro recuerdo. Vivió la vida de tal suerte, que viva queda en su muerte.

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