EDITORIAL

El doble discurso de la derecha

Es probable que el lector, al leer el título, se haya dicho «¡vaya novedad!», ya que ese discurso ambivalente, con caídas en franca hipocresía, es una vieja práctica de las clases conservadoras y de los partidos políticos que las representan.

No obstante, teniendo en cuenta que estamos en año electoral y que ya se ha lanzado la campaña con vistas a junio y a octubre, no está de más analizar algunos ejemplos de esa prédica demagógica que será sin duda leit-motiv de la propaganda electoral de los partidos conservadores.

En primer lugar, es posible advertir que nadie, ninguno de los precandidatos blancos o colorados ni sus lugartenientes más notorios, se proclama conservador o se define ideológicamente como de derecha. Desde un tiempo a esta parte hay un notorio rechazo a reconocer que se pertenece a ese espacio del espectro ideológico, y se formulan los circunloquios más rebuscados a la hora de catalogarse de derecha. Sin embargo, las políticas desarrolladas por los doctores Sanguinetti, Batlle y Lacalle ­por no citar sino a los presidentes que se sucedieron después del retorno a la normalidad institucional– tienen todas, con algunos pequeños matices, la clara impronta de una ideología claramente ubicada en la derecha lisa y llana. También hay que remarcar el súbito interés que exhiben los partidos tradicionales por asuntos que no hace mucho tiempo los tenían sin cuidado. Estamos hablando, concretamente, de la preocupación por la preservación del ambiente, por el equilibrio ecológico, por el patrimonio histórico y cultural y por el paisaje. El cambio de actitud parece indicar que esos políticos han advertido que esos temas preocupan a la sociedad y que deben mostrar a la población que ellos comparten sus preocupaciones.

Con ser estas contradicciones e incoherencias dignas de resaltar, es en la política tributaria donde surge con toda claridad el doble discurso (o el discurso hipócrita) a que aludimos.

Todos sabemos que la reforma impositiva levantó una oleada de críticas que aún no se han acallado y que resurgirán con mayor vigor a medida que avance la campaña electoral. Los partidos tradicionales, imbuidos de concepciones económicas de neto cuño capitalista (sobre todo después de que tanto blancos como colorados perdieron su ala izquierda constituida por sectores y grupos progresistas), han venido preconizando la desaparición del Estado en la vida económica de la nación, abogando por eliminar la carga impositiva, y batallando a favor de la exoneración de aportes patronales como forma de aliviar al empresario privado y fomentar las inversiones. Pues bien, desde que el Frente Amplio anunció su propósito de consagrar el impuesto a la renta de las personas físicas, blancos y colorados pusieron el grito en el cielo y allí lo mantienen, cada vez más alto y más estridente. Pero no, cómo podría pensarse, porque la reforma tributaria apunta a que paguen más los que más tienen, sino porque es injusto con los asalariados, porque «es un impuesto al trabajo en vez de gravar el capital». Súbitamente, los partidos históricos aparecen como defensores a ultranza de los trabajadores, variable histórica de ajuste en épocas de crisis. Nadie parece recordar que nunca, en los 20 años que ocuparon el gobierno, se les ocurrió eliminar el Impuesto a las Retribuciones Personales que castigaba lisa y llanamente ­e indiscriminadamente– el salario y las pasividades. En cambio ahora todos se apresuran a anunciar, indignados, que eliminarán el IRPF, sin explicar con qué lo sustituirán.

Claro está que a veces emerge, casi de manera inconsciente, el sustrato liberal de algunas figuras relevantes de los partidos tradicionales. Por ejemplo, el senador Heber del Herrerismo propuso directamente que el gobierno cerrara Pluna ante las dificultades aparecidas y su crisis estructural; mientras el también herrerista diputado Pablo Abdala sugirió al ministro Martínez que abandonara el proyecto sucro alcoholero de Bella Unión por considerar que el negocio no es rentable.

El ciudadano debe recordar que es este el verdadero rostro de la derecha, es decir de los adversarios del progresismo que pretenden volver al gobierno.

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