EDITORIAL

Inconstitucional e inmoral

La Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado se bate en retirada, y un período de vergüenza nacional parece cerrarse. Bajo el acoso sin tregua que viene sufriendo desde que fue sancionada, esa norma inicua y jurídicamente mamarrachesca parece tener los días contados a partir de la asunción del gobierno actual y, sobre todo, luego de que se puso en marcha la recolección de firmas para lograr su anulación.

Nacida al amparo del miedo sabiamente impulsado desde los sectores conservadores, la impunidad otorgada a los militares y policías ya no tiene sustento razonable ni justificación válida. Como con acierto ha dicho el senador Víctor Vaillant, la «lógica de los hechos» ya no es la de 1986; han transcurrido más de 20 años desde entonces, y muchas cosas han sucedido para que la realidad de hoy sea sustancialmente distinta de la de los primeros años de normalidad institucional, cuando la población percibía que pendía sobre sí la ominosa espada de Damocles de un desacato militar y la vuelta a un estado de excepción.

Ese miedo de la población, miedo perfectamente explicable por la campaña avasallante desarrollada por la derecha, hizo que en el plebiscito de abril de 1989 –poco más de dos años después de su sanción legislativa– el cuerpo electoral se pronunciara por el mantenimiento de la ley. No obstante ello, la inmensa mayoría de los uruguayos (incluyendo a aquellos que votaron a favor de la norma) se sintió agobiada por una extraña sensación, mezcla de frustración y vergüenza por un resultado cuyos únicos beneficiarios fueron los esbirros cuyas abyecciones quedaron impunes.

Desde entonces, fueron años y años de lucha sin entregarse ni bajar los brazos. Lucha desarrollada por organizaciones defensoras de derechos humanos, por madres y familiares de detenidos desaparecidos y de víctimas del terrorismo de Estado, por dirigentes, grupos, sectores y partidos políticos que hicieron de la guerra contra la impunidad una de sus más caras banderas de lucha; y fueron, también, años de valientes actitudes de algunos jueces y fiscales que permitieron el resquebrajamiento de la impunidad y la aparición de rendijas en la urdimbre de ese manto protector vergonzoso a cuyo amparo los asesinos y torturadores se creyeron a salvo de por vida.

Sobre la inconstitucionalidad de dicha ley, no hay jurista de relieve que no se haya pronunciado en el sentido de considerar que la norma viola disposiciones constitucionales; el antecedente que existe data de 1988, en plena campaña por el referendo contra la ley y, por tanto, en plena campaña de atemorización de la población. Ello explica que tres magistrados judiciales, ministros de la Suprema Corte de Justicia, hayan desestimado la acción de inconstitucionalidad contra la opinión de dos magistrados –la doctora Jacinta Balbela y el doctor Nelson García Otero–, cuya sólida argumentación a favor de la inconstitucionalidad no logró demoler el edificio de temor construido por la derecha.

Hoy las circunstancias son otras, y aquel episodio no es válido como precedente, entre otras cosas, porque en nuestro sistema jurídico los jueces no son –como en los países sajones– «esclavos del pasado y déspotas del porvenir» ya que la jurisprudencia no tiene el peso que se le reconoce en Inglaterra, por ejemplo.

Claro está que si la SCJ se pronuncia sosteniendo la inconstitucionalidad de la Ley de Caducidad, esa decisión sólo tendrá efecto para la causa concreta en la que se ha planteado la acción de inconstitucionalidad; la norma sigue vigente.

De lo que se trata, entonces, es de lograr finalmente la anulación de la ley.

A redoblar esfuerzos, pues, para continuar juntando firmas en ese sentido: no olvidemos que la ley no es sólo inconstitucional, sino que, fundamentalmente, es inmoral e injusta.

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