EDITORIAL

Un nuevo desborde sindical

Dos explosiones sacudieron el viernes al país. Una, la ocurrida en la planta de Botnia, generó (aparentemente y felizmente) más alarma que verdaderos efectos o daños materiales. La otra, que había comenzado a gestarse la víspera, generó alarma pero tuvo también efectos políticos relevantes; nos referimos a la situación en el INAU motivada por la renuncia de Mateo Méndez a la dirección del SERJ y la consecuente de Víctor Giorgi a la del propio INAU.

El accidente de la pastera fraybentina no produjo más que un cierto olor no tóxico, mientras que la renuncia de Mateo abrió una hendija por donde se escapa un olor que desnuda la realidad del INAU y que permite inferir la preocupante situación imperante en ese organismo.

El problema de la minoridad infractora no es de ahora; ya en los lejanos tiempos en que el INAU era el Consejo del Niño –y los menores infractores se conocían como «infanto-juveniles»– se hablaba de la necesidad de reformarlo, de mejorarlo, de dotarlo de mayores recursos. Pero ocurre que con el deterioro material y moral que ha sufrido la sociedad uruguaya (una sociedad fracturada), los problemas que presentan los jóvenes actualmente son de otra índole, al tiempo que el número de adolescentes marginales ha crecido de manera exponencial en los últimos veinte años.

A nadie escapa que hoy en día, tal vez como efecto del consumo de drogas duras particularmente tóxicas, los delincuentes en general y los adolescentes en particular exhiben comportamientos de una extrema violencia que denotan el total descaecimiento de una escala mínima de valores compartidos por toda la sociedad. La inseguridad no es solamente una «sensación térmica», sino una realidad objetiva debida a la frecuencia de los hechos delictivos, a las nuevas modalidades y a la agresividad con que se mueven los infractores; no son casos aislados aquellos en que los delincuentes golpean, hieren y hasta matan a sus víctimas sin motivo alguno como no sea que no han logrado hacerse de una suma de dinero satisfactoria.

Todos los gobiernos –con excepción del régimen cívico-militar que padecimos– se preocuparon por atender el problema de la delincuencia juvenil, tratando de reencauzar a los infractores, de rescatarlos y de reinsertarlos en el sistema educativo y en la sociedad. El éxito no fue la constante en esa tarea, entre otras cosas porque los loables propósitos de reeducación se vieron frustrados por falta de medios idóneos y porque los recursos represivos primaron por encima de toda otra cuestión.

Al asumir el gobierno actual, con esa preocupación tan marcada por los problemas sociales, se trató de cambiar la realidad con mucho entusiasmo. No obstante, los problemas, vicios y prácticas inadecuadas que venían arrastrándose desde tiempos lejanos se hicieron sentir para frustrar las expectativas. Vale recordar que a poco de haber asumido, la ministra Arismendi debió hacer frente a un motín de proporciones.

Entre los problemas heredados, las nuevas autoridades se encontraron con una plantilla en la que no todos los funcionarios contaban con la idoneidad ni capacidad necesarias para desempeñarse en los cargos que ocupaban. Es así que, acostumbrados al garrote más que a la persuasión, muchos funcionarios resultaron un obstáculo para los fines que las autoridades se habían fijado. En tales circunstancias, las relaciones entre jerarcas y empleados se tornaron dificultosas. De este modo, llegamos a la situación extrema de enfrentamiento entre el sindicato de funcionarios y las autoridades, situación que explotó cuando los empleados se negaron a recibir a menores cuya internación había sido dispuesta por la Justicia.

Así, se ha concretado un nuevo desborde sindical. Un nuevo desafío de un gremio estatal contra un gobierno progresista que ha velado como ninguno antes por el bienestar de los trabajadores.

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