EDITORIAL

La polarización del electorado

Las encuestas de opinión que sobreabundan por estos tiempos vienen mostrando la continuidad de un fenómeno singular. A medida que nos acercamos al 28 de junio, parece acentuarse la tendencia del electorado a una polarización, tal como si fuera la manifestación política de una sociedad radicalizada hacia uno y otro extremos del espectro ideológico.

Desde sus orígenes como nación independiente, el Uruguay exhibió un bipartidismo clásico. Surgidos de los respectivos liderazgos de dos caudillos bien diferentes, colorados y blancos se enfrentaron la mayoría de las veces de manera violenta y sangrienta hasta entrado el siglo XX. Dichos enfrentamientos tuvieron su punto álgido y emblemático en la guerra civil de 1904 personificada en Aparicio Saravia y José Batlle y Ordóñez. A esta polaridad siguió la lucha entre este último y el nuevo caudillo blanco Luis Alberto de Herrera, quien a su vez, en la década de los cincuenta, tuvo como adversario a Luis Batlle Berres.

Ahora bien, a partir de la dictadura de Terra, se hizo patente otro fenómeno que ya venía insinuándose: las divisiones intrapartidarias que llevaron a que al interior de cada uno de los bandos tradicionales coexistieran posturas, concepciones y proyectos de país diferentes. En el Partido Nacional, mientras la mayoría liderada por Herrera se aliaba con el dictador colorado Gabriel Terra, surgía, además de lo que luego sería el Nacionalismo Independiente opuesto a la dictadura, el Radicalismo Blanco de Lorenzo Carnelli, francamente a la izquierda. En el coloradismo, los jóvenes batllistas bajo la conducción de Julio César Grauert, encarnaron el ala izquierda del viejo Partido de Rivera.

Las diferencias que otrora enfrentaron a los partidos fundacionales dejaron de ser sustantivas y se redujeron a cuestiones formales en las que tenía que ver más lo emotivo que lo ideológico. Esta situación se mantuvo hasta fines de los sesenta, cuando el liderazgo arrollador de Wilson Ferreira Aldunate dio al Partido Nacional un perfil netamente progresista enfrentado al autoritarismo pachequista y a su conducción económica de corte liberal y antipopular. Paralelamente, surgía el Frente Amplio que aglutinó a la izquierda tradicional y a sectores progresistas de ambos partidos tradicionales, pero fundamentalmente del batllismo. Es así que el país vuelve al bipartidismo con el coloradismo como encarnación de ideas conservadoras, por un lado, y el nacionalismo de mayoría wilsonista con una impronta progresista; a este último habría que sumar el 18 por ciento que dio su voto a la recientemente conformada coalición de izquierda neta.

Después de recuperada la normalidad institucional ­y luego de la muerte de Wilson Ferreira­ empezó a insinuarse un nuevo bipartidismo. El Frente fue creciendo a expensas del ala izquierda de los partidos tradicionales que se vieron carentes de propuestas progresistas, con lo que ambas colectividades fundacionales se mimetizaron en un solo bloque conservador. La tendencia hacia la polarización de que hablamos al comienzo se manifiesta hoy en la lucha electoral con vistas a las internas. El centro ideológico, tan prestigioso y tan codiciado (sobre todo por el larrañaguismo) parece ir perdiendo atractivo para el ciudadano uruguayo. En efecto, los sectores que parecen concitar las adhesiones mayoritarias en la interna de cada lema representan ­por lo menos formalmente a los ojos del electorado­ los extremos del espectro. La aplastante mayoría que obtiene Pedro Bordaberry frente a Luis Hierro dentro del Partido Colorado, la supremacía de Lacalle ante Larrañaga, y la considerable ventaja de Mujica sobre Astori son muestra elocuente de lo que decimos.

Es probable que esto responda a una visión errónea o engañosa de la realidad política, pues ni Bordaberry es más derechista que Hierro López ni Mujica está más a la izquierda que Astori. Pero tal parece ser la percepción de los ciudadanos, que han desechado las ofertas aparentemente moderadas o de centro.

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