Teocratización de la res publica

Han surgido algunas ideas tanto en el Partido Colorado como Nacional, que chocan con las tradiciones democrático-republicanas, pues huelen demasiado a incienso…

Una, la iniciativa del Dr. Lacalle, que comenzáramos a abordar en la edición del pasado 15, quien adelantó que crearía (por vías forzosamente inconstitucionales, pues no veo otros medios), una «Oficina de Asuntos Religiosos». Más burocracia… a pesar de «la motosierra», y con tintes o riesgos anti-laicales. A no ser que piense poner al frente de ella, y del MEC, a ateos o agnósticos. ¡Tamaña empresa, dentro de un Estado como el nuestro, orgullosamente laico y laicista! Dos conceptos que, a pesar de sus escolásticas distinciones, son ­según la Real Academia, y para casi todos­ dos sinónimos. Para colmo de males, se acrecientan las confusiones (en torno a su elíptica pero sustantiva «Reforma Constitucional», inventando un tercer vocablo: el de su temida «laicidad». Algo que ni la RAE, ni su conjugador del verbo «laicizar» tienen como vocablo admitido. No obstante, su temida «laicidad» aparece sí, en algún otro diccionario menor, como el «WordReference.com», pero es ­muy a pesar suyo­ como otro sinónimo. A saber, la «cualidad de la sociedad, el Estado o las instituciones que actúan y funcionan de manera independiente de la influencia de la religión y de la Iglesia».

En suma, tendría que concluirse que, también en esto estaría en mente del Dr. Lacalle… utilizar su «motosierra». Quede claro, y creo hacerme eco de la gran mayoría de los uruguayos, creyentes o no, que queremos seguir siendo un Estado laico y laicista o con «laicidad». Tanta imaginación, desbordante de innovaciones, hasta en temas que tocan creencias personalísimas, chocan con el pensamiento artiguista y han de preocuparnos… Decía Sta. Teresa, que «la imaginación es la loca de la casa».

La otra, proviene de las «aclaraciones» del Dr. Bordaberry, ante dichos de Hugo De León, esta vez igualando donde sí corresponde distinguir, entre «paternidad responsable» y «control de la natalidad». Se trata de dos conceptos, dos cosas radicalmente diversas, con orígenes y sustentos filosóficos bien claros y distintos. El Vaticano sólo reivindica la primera, que ha dado en llamar «paternidad responsable», anatemizando cualquier otro tipo de «control de la natalidad» o «planificación familiar», fuere por anticonceptivos que «per se» reputa «artificiales» y, por supuesto, por la interrupción del embarazo. Roma sólo admite el empleo de métodos anticonceptivos «naturales», como el Oggino o el Billings… y punto.

Vuelven pues al debate, y en medio de una campaña electoral, las inconsistencias de un cierto y determinado catolicismo; teñidas ­para colmo­ con pretensiones moralinas. Lo cierto es que desde que bajáramos de los árboles (cosa que hoy puede afirmarse, como el «Epur si muove», gracias a Juan Pablo II), todo cuanto se hace dentro de una sociedad humana, es, en rigor, cultural, y por añadidura: artificial… En este contexto cultural es que cabe preguntarse si: ¿Acaso resulta «natural» que la sexualidad humana, quede condicionada a un termómetro? Subyace allí, la incomprensible oposición a los anticonceptivos «artificiales», causantes de tantos embarazos indeseados; a su vez, conducentes a tantos abortos, que nadie desea pero no pueden seguir penalizados.

Ante tales conmixtiones, entre política y religión, me vienen a la mente las actitudes del primer presidente católico de EEUU: «Como recuerda Sorensen (…) Kennedy tuvo siempre las ideas claras y ello le permitió superar la dificultad que implicaba su profesión religiosa. «En Boston tenemos un viejo proverbio ­solía decir­ en el sentido de que vamos a buscar nuestra religión a Roma, y nuestra política la organizamos en casa». Nunca mostró especial atención a la jerarquía de su fe y siempre defendió la separación entre la Iglesia y el Estado. «No hay ninguna inconsistencia en ser un buen católico ­escribió un año antes de ser presidente­ y a la vez creer en la separación de la Iglesia y el Estado, sino más bien lo contrario». «Kennedy se defendía a sí mismo y citaba sus puntos de vista y su cualificación para el puesto, pidiendo de paso a algún obispo ­el cardenal Cushing­ que no le defendiese. Y es que, a veces, los obispos están mejor callados». «Creo ­insistía­ en una América en la cual la separación de la Iglesia y el Estado sea absoluta, en la que ningún prelado católico llegue a decir al presidente, si se da la circunstancia de que éste sea de su misma fe, cómo debe actuar… Donde ningún funcionario público pida o acepte instrucciones sobre su labor política por parte de un órgano eclesiástico…».

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