"Mundial 2010: nacionalismo provisorio"

No tengo nada en contra ni a favor de los mundiales de fútbol; al contrario, los apruebo, además de considerarlos providenciales.

Aclaro que me refiero al fútbol como un «espectáculo deportivo» y no un deporte. El fútbol hoy no tiene nada que ver con la concepción de deporte en el sentido clásico. No en cuanto a todo lo que fomenta el negocio del fútbol, en manos de entidades dirigidas por inescrupulosos empresarios, que como objeto de cambio esclavizan a jugadores (gladiadores rentados del tercer milenio) convertidos en profesionales, sometidos a las mismas tensiones de un ejecutivo de una multinacional.

Tampoco en cuanto a multitudes apasionadas, cegadas hasta el infarto en las gradas, presencia de barras bravas incluidas con toda su violencia al servicio de los empresarios del espectáculo. No olvidemos a árbitros que pagan un domingo de celebridad exponiendo su persona a insultos e injurias, y a los fanáticos que, ya finalizado el show, hacen asomar sus banderines por las ventanillas del ómnibus sobrecargado, que los devuelve a la realidad de su hogar, familia o soledad.

El Mundial de Fútbol de Sudáfrica 2010 es uno de esos acontecimientos que encandilan en un doble sentido, en que permiten ver y obligan a seguir mirando.

Creo que no vale la pena preguntarse por qué los mundiales monopolizan casi patológicamente la atención de los pueblos y la devoción de los medios de comunicación en forma desmesurada hacia sus participantes, pero se puede hacer referencia a algo que el Mundial proyecta sobre una dimensión espectacular: el sentido de pertenencia, ausente, a una comunidad llamada nación.

En el siglo pasado en Argentina el proyecto de nación indicaba el futuro. Ese proyecto se apoyaba en algunas instituciones y algunos principios basados en una Constitución (hoy en decadencia y olvido) respetada y legitimado ese respeto en el cumplimiento fiel a lo por ella manifestado: las bases que conforman la estructura de una nación.

Como sea, había nación. Los argentinos se identificaban con una serie de proposiciones que tenían mucho de mitológico pero también eficacia aglutinadora. Este era el país de la abundancia, el país de la clase obrera industrial, de las capas medias cultas, del consumo más alto de diarios y libros, de la plena alfabetización y el pleno empleo.

A mediados del siglo pasado comenzó el deterioro de este paquete de creencias. Dejamos de ser el país más industrializado de América Latina, las dictaduras militares carcomieron los derechos de ciudadanía con el aval de políticos, empresarios, intelectuales y periodistas, hoy en plena vigencia, cómplices en silencio de muertes, desapariciones, torturas y exilios de toda una generación. El vaho neoliberal de los noventa remató a la Argentina. Hoy en plena era, donde la tecnología sentó reales al servicio de intereses del poder, tiempo en donde las corporaciones que marcan el rumbo del deber ser de un mundo, donde un Mundial acapara la atención de una población en estado de gradación a cero. Un mundo donde se negocia en forma desenfrenada con todo lo que tenga que ver con una pelota que no se echó a rodar y donde se amalgaman desde sticker, remeras, marcas de primera línea de lo que sea, desde condones hasta fast food ecológico, sin olvidar el comercio sexual con la camiseta que más venda según se avance en las fechas que lleven a la final, ansiada por todos pero a contrapelo de lo que fue un deporte.

Queda bastante poco de lo que Argentina fue como nación. Las instituciones que producían nacionalidad han perdido todo sentido.

Pasan a primer plano otras formas de nacionalidad, por cierto provisorias, que hoy cubren todos los vacíos de creencia. En el estallido de este mundo del espectáculo mediático, el fútbol opera como aglutinante: es fácil, universal y televisivo. No es la nación pero sí su supervivencia pulsátil. O quizá, la forma en que la nación incluye hoy a quienes de otro modo abandona.

Publicá tu comentario

Compartí tu opinión con toda la comunidad

chat_bubble
Si no puedes comentar, envianos un mensaje