CADUCIDAD

Derecho  al error

Una sucesión de síntomas eruptivos, de malestar y hasta de parálisis, pero sobre todo de chirridos en sus bisagras políticas, parecen haberse instalado al interior del Frente Amplio dando pábulo a la oposición para contaminar el aire político uruguayo. Esto último no es incomprensible ya que la izquierda ha sido el bosque que, con su biodiversidad, ha provisto de la mayor cuota de oxígeno al conjunto del sistema político.

No concluyo con esto que en un balance de conjunto del rumbo del país deba absolutizarse la esfera política. Por el contrario, la profundización de medidas de protección social, de equidad, de distribución del ingreso, de generación de empleo, de salud y educación, de vivienda, de inversión en infraestructura, en suma, de garantía de derechos sociales, son ítems ineludibles de una gestión progresista, que estimulan el debate político. Este se nutre siempre del cambio y languidece frente a la reproducción de lo existente. Pero el enrarecimiento al que aludo tiene características paradójicas ante el oportunismo camaleónico con que la derecha intenta capitalizar la crisis política de la principal fuerza del país. Que pretenda erigirse en defensora de la soberanía popular e impulsora de la democracia directa no es producto (al menos exclusivo), de su capacidad persuasiva e iniciativa, del auxilio de los grandes medios de comunicación, sobre todo audiovisuales o de su experiencia en el ejercicio de la hegemonía, sino el resultado de la ocupación advenediza de un espacio ideológico y programático desechado o minimizado por la izquierda.

He recibido críticas diversas, acusándoseme de independizar la esfera política de la económica y social, exaltando con exclusividad a la primera. Efectivamente he señalado en varias oportunidades que la metáfora marxiana vulgar sobre la superestructura como mero reflejo de la base material no sólo resulta pobrísima, sino que su vigencia consignista y programática, es responsable de buena parte de nuestras impotencias a la hora de pensar y ejecutar una arquitectura institucional de izquierda, ya sea en un proceso transicional hacia la superación del capitalismo (tan lejano a nuestras posibilidades actuales) o bien en un capitalismo con sesgo progresista. Se me añade además, el error de sugerir la inversión de la secuencia entre revolución social y revolución política, que en mi opinión resulta meramente dogmática y empíricamente inhallable en la historia concreta. Solo señalaré a propósito del caso de la crisis política específica que me ocupa hoy, que no las considero esferas completamente estancas sino relativamente autónomas, pero con capacidad de estancar el desarrollo, si no encuentran cierta realimentación sinérgica entre sí. O más provocativamente aún, el principal problema con el que se confronta la izquierda uruguaya, es hoy la arquitectura político-institucional.

No sería este el lugar más adecuado para citar grandes autores en general, ni a Marx en particular, si no fuera en este caso, por su ineludible influencia en el desarrollo de buena parte de las izquierdas integrantes del Frente Amplio. En tal sentido, hay otro(s) Marx legible(s) que el de la difundida metáfora, que aparece por ejemplo cuando, en su tratamiento de la Comuna de París en el libro «La guerra civil en Francia», analiza el novedoso juego institucional puesto en práctica en esta experiencia histórica, mediante formatos mandatarios aunque representativos. Por un lado la responsabilidad y revocabilidad del mandato por sus electores, y por el otro la concentración de todas las funciones tanto legislativas como ejecutivas simultáneamente.

La resultante, por tanto, es una democracia no delegativa, no elitista, con mandato imperativo, revocabilidad, pero mediante el sufragio secreto y universal y límites económicos de igualdad en las funciones políticas y las productivas. A partir de esta forma institucional incipiente y a la postre inconclusa dada su derrota militar, incorpora en la arquitectura política de un estado transicional los reclamos del pleno control y gestión de la propia vida, que hacen reaparecer los objetivos de Rousseau de la plena ciudadanía, pero en la historicidad de las condiciones prácticas de institutos más amplios y precisos que requieren las sociedades modernas, a diferencia de aquellos cantones semifeudales. Claro que no son estas las condiciones y circunstancias del Uruguay actual. Solo lo traigo a colación a fin de desmentir el supuesto desprecio de Marx por las formas institucionales alternativas o por la cuestión democrática en general.

En el extremo opuesto se sitúa la concepción elitista por antonomasia que propusieron los «padres fundadores» de la democracia norteamericana, quienes consideraron que la «voluntad» de las masas debía ser interpretada por un cuerpo especial. Señala agudamente el constitucionalista argentino Roberto Garagarella que la adhesión al sistema representativo no se funda, como se sostiene habitualmente, en una cuestión de hecho, o porque se consideró empíricamente inviable la realización de una democracia directa. El diseño de la democracia indirecta, su matriz institucional original promueve la escisión entre representantes y representados. Pero no es un efecto indeseado, sino precisamente su consecuencia esperada. Este pensamiento lleva implícito una profunda desconfianza hacia el resto de la ciudadanía o las masas, como explícitamente fue planteado por varios constructores del ideal democrático­republicano; y principalmente resguardaba para estas élites la capacidad de poder determinar por ellos mismos las necesidades de la sociedad.

Harán falta nuevos Rousseaus para imaginar superaciones y nuevos Marxs para concebir reformas sustantivas y hasta procesos transicionales. Porque independientemente del resultado, el estímulo que el Frente Amplio dio al ejercicio de esta potestad elitista puesta en juego recientemente en los debates parlamentarios sobre la ley interpretativa, ratificó el carácter liberal-fiduciario de la representación precipitando la crisis que hoy lo aqueja. Huelga reiterar que esto no debe favorecer impunidad alguna, sino que habrá que seguir luchando por derribarla y lograr la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley por todos los medios jurídicos que sirvan a tal efecto. Puede contraponerse argumentalmente que, como contundentemente lo hizo Majfud desde estas páginas y como en parte lo sostiene el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los delitos de lesa humanidad no deben plebiscitarse. Pero lo hicimos en dos oportunidades y no fue iniciativa de la derecha sino de quienes pretendemos defender tales derechos. Los legados a la historia no se nutren solo de éxitos, sino también de duras derrotas y es fundamental sacar lecciones de ellas para evitar repetirlas. Deberá argumentarse también en beneficio de la duda, que quienes no votaron por la anulación, no necesariamente querían ratificar la ominosa caducidad, pero esa ambigüedad de las reglas no fue previamente cuestionada.

Tal revisión crítica se hace indispensable e involucra, como sostuve, muy diversas instancias. Pero no puedo culminar estas líneas sin señalar que la más elemental de las reformas pasa por el propio plebiscito. Resulta elemental que las cuestiones jurídicas o legislativas sometidas a la decisión directa ciudadana, no pueden hacerse en simultaneidad con las elecciones a cargos ejecutivos y legislativos. Por el hecho de que están estructurados por las divisiones partidarias. Inversamente, las consultas a la ciudadanía sobre cuestiones de estado o normativas, atraviesan la división partidaria que supone participación, debate y deliberación transversal. Por eso Bordaberry puede apelar a una decisión directa sobre un punto manipuladamente sensible para un vasto sector de la sociedad, a través de una propuesta demagógica, tan catártica como inútil para los declamados fines. Porque precisamente aspira a disimular su debilitada influencia electoral arrastrando simpatías a través
de la iniciativa.

Tampoco una revisión del instituto plebiscitario puede prescindir de las cuatro opciones que toda votación, aún obligatoria, supone: positiva, negativa, en blanco y abstención.

El derecho al error también es humano y para ejercerlo plenamente, hay que darle posibilidad a su posterior rectificación.

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