MEDIOS

Comunicación, democracia y tecnología

Aproveché unos días en Montevideo para asistir en el Radisson a una parte del encuentro organizado por IPS titulado «Comunicación, pluralismo y papel de las nuevas tecnologías». No haré una crónica del seminario porque la edición de ayer acometió esta tarea. Solo señalaré que además de ser una problemática cardinal para el desarrollo de los progresismos latinoamericanos y por lo tanto una suerte de agujero negro en el debate actual de las izquierdas, la imaginación de superaciones institucionales brillaron por su ausencia, a pesar de haber sido solicitadas con vehemencia por el secretario de la Presidencia, Alberto Breccia, en la inauguración. Si no hubiera sido por la breve intervención de un comentarista, a la sazón director de este diario (omitida en la crónica aludida), y de algún tímido hilván discursivo del Presidente uruguayo, debería concluir que la previsibilidad y el tedio se apoderaron de esa parte del encuentro y que las izquierdas continuarán, en consecuencia, carentes de políticas comunicacionales y de participación de las audiencias en la construcción del mensaje. La crítica progresista a los medios privados por la defensa de sus acotados intereses materiales, y en contraposición la iniciativa de construcción de medios públicos, y la réplica de los propietarios o sus representantes a la utilización político-gubernamental de tales medios públicos (presentándose las empresas como garantes del pluralismo y la libertad de expresión), atrasa un siglo.

El consenso generalizado de los ponentes y organizadores respecto a que la problemática no despierta interés de masas y ocupa un lugar subsidiario o nulo en la agenda de prioridades y demandas populares, desconoce que el imaginario está influenciado, cuando no directamente construido, por los mismos medios (obviamente privados) que se apoyan luego en esta supuesta indiferencia para mantener el statu quo en la situación actual, cuando no se quejan de una suerte de «competencia desleal» de los medios públicos. Basta mirar las tapas y los principales titulares de los diarios uruguayos de ayer para descubrir la etiología del supuesto lugar irrelevante de la comunicación: simplemente lo es para los propios medios (con alguna honrosa excepción como este diario) y lamentablemente las izquierdas acompañan acríticamente esta naturalización ideológica incrustada hegemónicamente en el sentido común. Otra prueba contundente del privatismo dominante, es que para la edición de ayer del diario «El País», las preocupaciones de la senadora Topolansky al demandar un medio frenteamplista, concluirían en una «chavización» del régimen.

Tal vez si la esfera comunicacional se supusiera aislada de la democrático-institucional, podría dársele alguna razón empírica o más directamente encuestológica. Pero no solo no lo está, sino que la primera constituye un componente inescindible y necesario, aunque no suficiente, de la superación de la representación fiduciaria junto con la reapropiación tecnológica por las masas. No insistiré aquí en las dificultades con las que tropiezan las izquierdas para realizar transformaciones, aherrojadas como están en Sudamérica, por la arquitectura política burguesa. Ya insistí suficientemente desde esta columna. Pero también he intentado desmentir el desinterés por las transformaciones democráticas en las experiencias contemporáneas tanto de crisis políticas como económicas. Desde la actual situación crítica del Frente Amplio (ya inocultable hasta para los más encumbrados dirigentes como el intendente De los Santos o el vicepresidente Astori), pasando por las movilizaciones e insurrecciones en el mundo árabe, o en Grecia y España. En todas ellas se verifica no solo un cuestionamiento radical a la eficacia del sistema político, sino que además se articulan formas tecnológicas y mediático-alternativas de producción de mensaje y de reorganización político-comunicacional.

Por eso fue fundamental que, ante la previsible y vetusta oposición entre lo privado y lo público, Fasano opusiera un tercer actor invisibilizado, que es precisamente el propietario excluyente de los bienes producidos por la industria cultural: nada menos que la sociedad. Si se me permite pluralizar al sujeto sustituyéndolo por «las sociedades» (solo a los efectos de evitar la circunscripción de ellas a estados nacionales y por lo tanto «nacionalizables») o hablar directamente de «la humanidad», retomaré este principio para pensar no solo la esfera comunicacional, sino también, la tecnológica en general, ya que sin ellas, un proyecto de revolución política resultaría inviable.

Si, coincidiendo con tal intervención, la humanidad es propietaria y consecuente sujeto de derecho colectivo de la información, el conocimiento y la cultura, deben inmediatamente comenzar a pensarse los medios técnicos, institucionales y organizativos, a través de los cuales se efectivice y ejercite tal propiedad. A la vez, si como he venido sosteniendo en otras oportunidades, la soberanía decisional reside en la ciudadanía, puede además concebirse de forma convergente tanto en la esfera comunicacional como en la democrática, mediadas tecnológicamente.

Hasta la emergencia y posterior masificación de las hoy llamadas TIC (tecnologías de la información y la comunicación), la propiedad del soporte físico (el papel en los diarios y publicaciones en general, los medios de transmisión en la comunicación audiovisual, alámbrica o inalámbrica), se confundieron con la propiedad de los contenidos y con el monopolio del mensaje, hoy insostenible no solo por razones éticas y políticas sino porque las propias prácticas espontáneas de la sociedad lo desmienten. A la vez, la democracia representativa y liberal fiduciaria y la consecuente brecha entre dirigentes y dirigidos están regidas por la antigualla de una tecnología electoral basada en el sobre y la urna y una pesada organización burocrática de fiscalización y escrutinio.

Una primera dimensión para el debate es sin duda el de los contenidos de la comunicación y sus autores (que en modo alguno es sinónimo de propietarios). La casi totalidad de las artes, la información y la cultura es digitalizable y por tanto replicable ad infinitum a costos prácticamente nulos. Pero el debate no puede detenerse allí. También los medios físicos, digamos el hardware y los medios de transmisión, así como la conectividad deben estar al servicio del ejercicio de tal propiedad soberana, política y comunicacional y deben ser de dominio público, tanto como las luminarias de las calles, las veredas o las ceibalitas.

El presidente Mujica lanzó una advertencia en el encuentro aludido respecto al carácter ambivalente del devenir tecnológico. «Si bien los medios modernos y contemporáneos son capaces de darnos recursos ‘inimaginables’ para podernos comunicar, también pueden ser los «instrumentos más formidables de opresión que ha conocido el hombre sobre la tierra» (…) «Quiere decir que la cuestión de cómo y para qué se usa el progreso tecnológico es una batalla central y así desesperante en cuanto al rumbo del hombre».

Comparto con Mujica, tanto la naturaleza compleja como polivalente del devenir tecnológico, pero justamente sus riesgos se potencian ante la indiferencia y el descontrol de este. Como ya lo pensaba «The Loka Institute» de los Estados Unidos en los años ´90 o el filósofo Andrew Feenberg actualmente, la democratización de la tecnología es indispensable. Pero me permito complementar que lo es también la tecnologización de la comunicación y de la democracia. Para ello son necesarias tanto ideas como políticas públicas.

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