Los fueros parlamentarios no equivalen a impunidad

SAUL POSADA

 

Desde hace décadas, el país polemiza infructuosamente sobre los alcances de las inmunidades que la Constitución consagra a favor de legisladores y ministros de Estado, sin que hasta la fecha se haya alcanzado el necesario consenso para dar una apropiada y prolija interpretación a los textos que regulan la materia. Y como consecuencia del cúmulo de opiniones autorizadas con visiones jurídicas opuestas, el pueblo concluye que ese conflicto de puntos de vista culmina en un embrollo que impide que el proceso de desafuero cumpla su normal recorrido, salvo el promovido contra el extinto senador Germán Araújo, en el que lamentablemente prevaleció el desborde pasional sobre la sensatez y el razonamiento.

Inexplicablemente no ha existido voluntad política para reglamentar un procedimiento especial, donde el privilegiado por los fueros los mantenga pero condicionado por la obligatoriedad de comparecer personalmente ante la Justicia, cuando existe una denuncia concreta contra su persona apoyada preliminarmente en razonables elementos de convicción. De más está decir que la inmunidad conferida por los artículos 112, 113 y 114 tiene como finalidad salvaguardar la independencia del Parlamento como Poder del Estado, evitando que sus integrantes se vean sometidos a situaciones extorsivas, o como lo dijo la Suprema Corte de Justicia en sentencia de fecha 9.11.1970, los límites de esa irresponsabilidad no tienen otro designio que garantizar la libertad de acción individual o corporativa que desarrollan los legisladores en el cumplimiento de sus cometidos. Pero como no escapará al intelecto del lector, argumentos que se inscriben en el sentido común indican que esos privilegios creados por razones de interés general no pueden constituirse en vallas infranqueables porque ello comportaría colocar a una categoría de personas al margen de la ley, posibilidad tan absurda como insostenible ya que rebasa groseramente el dominio de lo posible.

La reciente tesis –avalada por un Tribunal de Apelaciones en lo Penal con una discordia– en el sentido de que los ministros de Estado gozan de una inmunidad vitalicia por los delitos que hayan cometido durante su mandato –en la hipótesis de que no hayan sido juzgados políticamente– ha generado estupor y desazón en la opinión pública. Y ello porque a la gente le resulta difícil aceptar que el constituyente haya consagrado en la Carta Magna un callejón de impunidad a favor precisamente de quienes tienen la responsabilidad de conducir los asuntos colectivos, quebrantando por una vía el postulado de igualdad de los individuos ante la Nación, y por la otra, legitimando la delincuencia dentro del Estado de Derecho.

Salvo honrosas excepciones, las personas con investiduras oficiales que han sido acusadas de abusar indebidamente del poder público, en lugar de facilitar la investigación que acredite la inocencia que invocan, la dificultan con obstrucciones dialécticas que encuentran su fuente en el estatuto de los fueros.

En este contexto, la falta de reglamentación del instituto deja al arbitrio de dictámenes individuales, decisiones donde el rigor jurídico se ve empañado o interferido por intereses políticos. Por otra parte, en momentos en que el sistema democrático necesita jerarquizarse por la crisis de credibilidad que padece, no comporta buena señal que el formalismo anacrónico termine prevaleciendo sobre las fibras más íntimas de la justicia. *

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