Godofredo Fernández

NIKO SCHVARZ

 

Durante decenios, fue una figura emblemática de Minas, querida por todo el mundo, en todos los ámbitos de la sociedad. El doctor Godofredo Fernández era, como dice el verso de Antonio Machado, un hombre bueno. Un hombre íntegro, comido por el ansia de hacer el bien. Un auténtico médico del pueblo, humano y desinteresado.

Era un motivo de alegría recalar en su casa, siguiendo una norma no escrita, en el curso de las campañas electorales, primero del PCU –del cual fue secretario departamental, a la vez que miembro del CC– y luego del Frente Amplio, en 1971. Salir con él a la calle era una experiencia insólita. No daba unos pasos sin que alguien se le acercara para saludarlo y formularle consultas de todo orden, médicas o políticas. A todos atendía con paciencia y simpatía proverbiales. Las mujeres que había atendido en el parto le guardaban un reconocimiento perenne. Lo he visto actuar en la calle como si fuera su consultorio, que por lo demás estaba abierto sin restricciones.

Venía de lejos. Enrique Rodríguez, que fue un paradigma de tribuno popular y cultor del arte de una oratoria que cautivaba y conmovía, solía decir que su maestro había sido Godofredo Fernández, y citaba de memoria algunos de sus párrafos más inflamados, en la época de la Estudiantil Roja y en los prolegómenos de la lucha contra la dictadura de Terra.

Junto con la política y la medicina, Godofredo fue un brillante ajedrecista. Tiene una anécdota notable al respecto, que mantenía discretamente a resguardo. Un conjunto de ajedrecistas soviéticos de primer nivel, incluidos ex campeones mundiales, llegó a Montevideo allá por los 60 y ofreció partidas simultáneas en la sede del Club Biguá. Algunas decenas de tableros se instalaron en la cancha de basquetbol. Los visitantes vencieron en todos… menos uno: el de Godofredo, que ganó o entabló, no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que los soviéticos tuvieron un gesto estupendo: al finalizar las partidas, repitieron cada una con sus oponentes, y a media lengua y con gestos analizaban con ellos las diversas variantes y les explicaban los errores cometidos.

Godofredo debió exiliarse durante la dictadura, y en ese período desarrolló una labor excepcional como médico en Angola. Allí puso de manifiesto su sensibilidad humana, su nobleza, una dedicación sin límites, un espíritu de internacionalismo y de ejercicio práctico de la solidaridad. Fueron años de trabajo en condiciones extremadamente penosas, en medio de carencias inauditas y con un nivel sanitario por el suelo como consecuencia de un siglo de colonización.

En ese período, solíamos encontrarnos con él en las reuniones anuales de CC del PCU en el exterior, que integraban a miembros del exilio con militantes de la clandestinidad y compañeros salidos de la cárcel. Esas reuniones, intensas y extensas, tenían su momento de remanso nocturno en torno a los tableros, y podíamos disfrutar entonces de las enseñanzas que Godofredo prodigaba a manos llenas.

Ultimamente, con muchos años a cuestas, vivía en la costa de Canelones junto a Chela, su compañera de toda la vida, rodeado de sus hijos, nietos y bisnietos. Con uno de ellos, el ingeniero César Fernández, me había comprometido a irlo a visitar. Hoy me duele no haber cumplido ese compromiso conmigo mismo. Me enteré tardíamente de su muerte, y no pude estar presente en ese trance. Por eso dejo aquí, en nombre de los compañeros veteranos, un apretado abrazo a todos ellos, y ante todo a la entrañable Chela. *

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