Los cascos azules argentinos en Haití

"El Caribe es un desierto de tierra y miseria"

La vida es dura para los 451 militares argentinos que residen y trabajan aquí, 150 km al norte de Puerto Príncipe, donde lo único que abunda es el calor, el polvo y la miseria.

«Cuando me dijeron ‘Vas al Caribe’, no pensé que iba a venir a la Puna de Atacama, pelada y terrosa», confiesa a la AFP el teniente coronel Carlos Pérez Aquino, comandante del batallón que integra la Misión de estabilización de la ONU (Minustah), en referencia al paisaje desértico del norte de Argentina y Chile.

«Yo pensé que había palmeras», señala con resignación el mayor Fabián Vázquez, de 42 años.

Desde parte de la base se ve el mar Caribe a lo lejos, adonde van a parar las aguas negras y mucha de la basura de los 200.000 habitantes de la ciudad y sobre el cual está ubicado el cantegril de Raboteau.

Los argentinos deben brindar seguridad y estabilidad a la población de Gonaives, azotada en setiembre por las lluvias torrenciales de la tormenta Jeanne, que cayeron por las montañas desforestadas y hundieron la ciudad y parte de la base bajo dos metros de agua.

Más de 1.500 personas murieron y casi mil quedaron desaparecidas en la tragedia, durante la cual el primer contingente argentino –relevado por el actual a fines de enero– concentró sus esfuerzos en la ayuda humanitaria, atendiendo a miles de heridos y recuperando cadáveres, entre otras cosas.

«Esto es exigente. Las condiciones de acá son duras, porque la ciudad impone un régimen de patrullas importante y exigencias, la temperatura es alta, hay que andar de chaleco antibalas, casco, uno transpira de manera impresionante», cuenta Pérez Aquino.

A esto se agregan las condiciones de vida fuera del horario de trabajo, ya que las tropas no están autorizadas a salir de la base salvo para sus patrullas, y si pudieran salir, esta ciudad de 200.000 habitantes, 150 km al norte de Puerto Príncipe, no tiene ni siquiera un bar para tomar una copa.

El padre Alberto Zanchetta, que oficia las misas, señala que «cuesta reunir el rebaño».

«Están saturados y tienen que descansar», explica.

Pero dentro del enorme predio de la base, los argentinos desarrollan la creatividad para sentirse cerca de su país y hacer la vida algo más llevadera.

La base tiene hasta su propio programa de radio, «Celeste y blanca», en honor a la bandera argentina, que se transmite por FM y es escuchado también por algunos militares estadounidenses de origen hispano que son vecinos.

Durante dos horas cada noche, el teniente primero Rodrigo Holguín, de 27 años, más conocido como «Pajarito», es uno de los que transmite música, lee al aire las noticias que un traductor escucha en la radio local y luego le anota, y recibe llamadas telefónicas de otros militares que le piden temas.

En la enorme carpa bautizada «Casino militar», los soldados juegan al metegol o al ping-pong, y de noche pasan películas como Troya y El rey Arturo.

«Todo esto es útil para el mantenimiento de la moral», concluye Pérez Aquino, satisfecho también por la entronización de la Virgen del Valle, patrona de los paracaidistas, que fue colocada en una hermita.

Desde la base se escuchan los cánticos que entonan cientos de haitianos en una iglesia construida en la cima de una montaña, donde los soldados aseguran que practican vudú. Están al aire libre, con el perfil recortado contra el cielo, ambas manos en alto.

«Esa es la competencia. Hay mucha secta», observa el padre Zanchetta. *

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