Colombia: un tesoro maldito

Bogota – Era domingo antes de la Semana Santa de 2003 los soldados esperaban información sobre su siguiente destino.

Pertenecían a las compañías Buitre y Demoledor, del batallón 50, brigada móvil número 6 del ejército colombiano.

Estaban nerviosos porque el entonces presidente Andrés Pastrana había roto los diálogos paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y había ordenado a las tropas recuperar la zona de San Vicente de Caguán, que hasta entonces se había mantenido desmilitarizada y en manos de ese grupo guerrillero.

Los 147 soldados de las compañías B y D, que ya tenían un año de enfrentar a la subversión en el monte, recibieron la orden de desplazarse al área rural de Coreguaje, en el municipio de San Vicente, una de las zonas de mayor influencia de las FARC, donde este grupo guerrillero había sembrado minas antipersonales -llamadas «quiebra patas» – para golpear al ejército.

Informes de Inteligencia Militar indican que en esa zona las FARC todavía mantienen cautivos a tres estadounidenses que plagiaron en 2003.

El lunes santo, los soldados despertaron de madrugada, cargaron sus mochilas e iniciaron su travesía hacia la región que hoy domina la columna «Teófilo Forero», una de las más grandes de la organización guerrillera. Una vez instalado su campamento, el comandante del batallón ordenó a los soldados registrar un kilómetro a la redonda para descartar la existencia de minas enterradas. Así lo hicieron, y para ello utilizaron detectores y perros entrenados.

Algunos hombres advirtieron la ausencia del sargento Jorge Fuentes, pero creyeron que se había alejado del grupo para atender una repentina necesidad fisiológica. En eso, un fuerte estallido obligó al batallón a buscar resguardo. En segundos se oyó el lamento de un herido. El sargento Fuentes había pisado una mina y su pierna derecha sangraba en forma copiosa. estaban en un campo minado.

 

Milagro en viernes

A pesar de las inclemencias del clima, de la escasez de alimentos y enseres para el aseo, así como de un brote de paludismo y la tensión generada por los explosivos enterrados, los soldados habían tenido momentos de gloria. En una de sus persecuciones a la guerrilla, la compañía D., a cargo del subteniente Iván Mauricio Roa, encontró jabón y pasta de dientes, que ya escaseaban en el batallón. Por su parte, la compañía B, comandada por los tenientes Jorge Sanabria y Fernando Mojica, descubrió un escondite de armas. En su afán por huir, los guerrilleros habían abandonado parte de sus pertenencias. Todos celebraban el golpe a las FARC:

El viernes santo, cuando una patrulla inspeccionaba la zona en busca de minas antipersonales, uno de los soldados tocó con una vara algo duro en la tierra.

Temoroso, llamó a sus compañeros para mostrarles u hallazgo. «Cada vez que la hundíamos (la vara) para remover la tierra sentíamos el acelerado palpitar del corazón que parecía querer escaparse de nuestro ser (…) Pensaba que iba a volar en mil pedazos y el sudor me resbalaba copiosamente sobre el rostro», narra uno de los militares en el libro La guaca de las FARC. Yo la encontré, escrito por la periodista colombiana Adriana Aristizábal.

Poco a poco, los soldados fueron desenterrando una caleta o huaca (como se denomina en Colombia a un tesoro indígena). Era un gran recipiente de plástico. En su interior encontraron un polvo blanco y maloliente. Pensaron que era «perico» (cocaína). Sin embargo, cuando lo retiraron vieron en unas bolsas de polietileno cientos de fajos de billetes de dólares y de pesos colombianos.

«Mis manos comenzaron a temblar y luego mi cuerpo. Levanté la cabeza para notificar a mis dos amigos, pero ellos lo habían descubierto también. ¡Era dinero puro y en efectivo!. No acertamos siquiera a celebrar. Estábamos atónitos, como hipnotizados, y caímos a en un extraño trance, como si hubiéramos bebido algún beberaje de plantas exóticas, como si flotáramos en el aire. Sólo coincidíamos en desempacar (los fajos) rompiendo el grueso plástico, cada uno en lo suyo, sentado a un lado del hueco, llenando los bolsillos de nuestros (uniformes) camuflados», contó el soldado.

En vista de que no les cabía más dinero en las bolsas, decidieron utilizar las mochilas de sus equipos de asalto, se relata en el libro de Aristiábal, publicado en 2003. Entonces, los afortunados descubridores regresaron con el resto de sus compañeros que, mientras tanto, descansaban. Pero les inquietó la idea de si habría más paquetes ocultos en la zona, y decidieron volver.

En esa nueva búsqueda se dieron cuenta que estaban sobre una «mina», pero de oro.

En total, eran 15 millones de dólares. Con el pasar de las horas, descubrían más y más huacas. Pensaron que debían compartir el tesoro con otros compañeros y escogieron a los que merecían su confianza, pues temían que sus superiores se enteraran. Sin embargo, varios miembros de la compañía llegaron al lugar y terminaron enterándose de lo ocurrido. El botín se repartió a manos llenas.

El gran problema fue convencer a sus superiores de que pudieran quedarse con el dinero. Los soldados pidieron, suplicaron, algunos casi se insubordinaron. Y los tenientes terminaron por ceder: ordenaron repartir el dinero entre todos e incluso juraron silencio o muerte. Algunos se arrodillaban y decían que Dios les había hecho el «milagrito» por ser viernes santo.

Con las mochilas cargadas de dinero, los militares tuvieron que permanecer en la selva y sufrir los estragos de su expedición.

La mayoría estaban agotados, padecían diarreas y problemas en la piel. Muchos estaban angustiados: temían ser robados, delatados o morir en algún enfrentamiento.

Deseaban volver a sus lugares de origen; todos habían soñado con la vida que se iban a dar con la huaca de las FARC.

Un soldado voluntario que declaró bajo el nombre ficticio de Fernando Ramírez Vallejo le confesó a la revista Semana (edición del 26 de mayo de 2006) que le llegó a pasar por la cabeza una idea: «Yo estaba muy enfermo. Hacía días que se nos había acabado el papel higiénico. No tenía con qué limpiarme. Entonces dije: ‘Voy a usar los billetes, pero no sé cuáles serán mejor: si los pesos o los dólares'». El 29 de abril, recibieron la orden de desplazarse hasta la ciudad de Popayán, 370 kilómetros al suroeste de Bogotá. Al llegar a Popayán, el comportamiento de los militares los puso en evidencia.

Compraban ropa fina, gastaban millones de pesos en burdeles y alcohol. Además, comenzaron a desertar del ejército. Uno de ellos llegó al batallón a pedir su baja, conduciendo una camioneta Ford Explorer nueva. Otros, que tenían problemas para cambiar los dólares, los daban por sumas irrisorias de pesos colombianos. La huaca de las FARC ya era un secreto a voces. *

(*) En acuerdo con la revista mexicana Proceso.

Te recomendamos

Publicá tu comentario

Compartí tu opinión con toda la comunidad

chat_bubble
Si no puedes comentar, envianos un mensaje