Marys Yic. Denunciará la muerte de su padre ante Amnisty y está dispuesta a ir a la CIDH

"No podemos seguir viviendo en esta impunidad"

Marys Yic Rodríguez tiene 44 años de edad, pero no puede olvidar lo que vivió hace treinta años, cuando siendo una niña pudo ver por última vez a su padre, Nuble Yic, en una visita de cárcel, sólo horas antes de que muriera de un infarto tras cinco meses de ser sometido a brutales torturas. Era una niña de sólo diez años de edad cuando la dictadura militar se impuso en Uruguay.

Provenía de una familia de militantes, donde primos, hermanos y tíos, fueron víctimas de la represión. Recuerda a su padre, detrás de un tejido de alambre, ocupando un frigorífico durante la huelga general de 1973. Aquella muerte destrozó su familia y la marcó para el resto de su vida. Hasta que, hace un par de años, comenzó a investigar lo ocurrido y denunció el caso ante la Justicia Penal. Sin embargo, el ministerio público resolvió no acusar y pidió archivar el caso, sin citar a ningún militar a declarar. Pese a que la causa había sido excluida de la Ley de Caducidad por el Poder Ejecutivo, la fiscal Elsa Machado entendió que los mandos a los que podía juzgarse habían muerto (no incluyó entre ellos al dictador Juan María Bordaberry) y consideró que los mandos medios estaban amparados por la impunidad. Este martes, Marys Yic, con la adhesión de 800 firmas, denunciará su caso ante Amnistía Internacional, y si es necesario está dispuesta a llevar la muerte de su padre a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. «No podemos seguir viviendo en esta impunidad», afirma.

 

Las víctimas

–¿Recordás el primer allanamiento?

–El primer allanamiento lo recuerdo antes de que se llevaran a mi padre y antes del golpe de Estado. Recuerdo a los soldados armados recorriendo todo el barrio y entrando a todas las casas. A uno le daba un poco de temor, todavía no era consciente de lo que estaba pasando…

–Pero finalmente llegó el miedo…

–Nosotros éramos cuatro hermanas, dos mayores y dos chicas con bastante diferencia de edad. Las grandes nos protegían a las menores, pero después fuimos entendiendo… El miedo fue llegando de a poco. Cuando empezó a desaparecer toda la gente que venía a casa.

–Me decías que tu familia fue víctima de la dictadura…

–La primera víctima había sido mi tío, Rivera Yic, que cayó preso en el 68 por MLN. Estuvo cuatro años preso y por medio de un hábeas corpus fue expulsado del país. Salió medio muerto de tanta tortura. Se fue a Chile y cuando el golpe de Estado pasó a la Argentina y quedó clandestino en el Chaco hasta que vuelve la democracia.

–En el 74 ocurrió lo de tus primas…

–Primas por parte del tío Rivera. A Silvia Reyes la mataron en su casa cuando estaba durmiendo junto a dos compañeras de clase, Laura Raggio y Diana Maidanik. La casa quedó como un colador, todo agujereado de balas. Silvia era la compañera de Washington Barrios, que desaparece en el 75. El mismo día que matan a Silvia, se llevan a su hermana Estela, que la tuvieron presa ocho años… (se le quiebra la voz).

La detención

–En ese 74 las cosas cambiaron…

–Sí, cuando empecé a notar los nervios de mi madre, que quería que sacara una enorme bandera del PCU que tenía en el ropero. Lo único que logró fue que un arma que tenía, el pasaporte donde constaba que había estado en la Unión Soviética y unos libros, los enterrara en el fondo. Mi padre dijo: «Yo no voy a esconder nada. Si me van a llevar, me van a llevar con bandera o sin bandera»… Y así fue, se llevaron su bandera. Fue el 22 de octubre de 1975…

–¿De qué lo acusaban?

–Dijeron que «en averiguaciones». El trabajaba y hacía vida normal. Nunca estuvo clandestino… Nosotros estábamos durmiendo. Aquella madrugada, entraron armados y dieron vuelta la casa. No lo olvido. Estábamos paralizadas de miedo. Vimos cuando lo esposaron con las manos para atrás y lo encapucharon. Otros pusieron un mantel en el medio del living y se robaron todo lo que pudieron.

–¿Estaban de civil?

–Sí, con armas largas y andaban en tres volkswagen blancos. Mi madre vio los autos y el detalle de que uno de ellos tenía una mancha de óxido en una puerta. Ella volvió a ver ese auto en la puerta de la Dirección de Inteligencia en la calle Maldonado. Yo la acompañé cuando fue a hablar y el que la atendió era Gavazzo. Después, supo que era él por las fotos que salieron. Le negó que mi padre estuviera detenido y ella le mostró el auto en la puerta.

La búsqueda

–No fue fácil encontrarlo…

–Estuvimos cinco meses recorriendo todo: cuarteles, comisarías, el SID, la OCOA, jefatura, juzgados militares antes de saber por dónde anduvo y todo lo que le hicieron…

–También fue difícil sobrevivir…

–Y sí. Quedamos con una mano atrás y otra adelante. La familia estaba disuelta. Mi madre era ama de casa, mi padre era el sostén de la casa… No teníamos ni para comer… (hace un silencio); yo supe entonces lo que era tener hambre. Mi madre empezó a hacer limpiezas y changas, hasta que nos mandaron ayuda desde el exilio.

–¿Cómo lo encuentran?

–Un día le avisan que tenía que ir al Prado. No sé si era la casona o dónde. Tenía que llevarle ropa limpia, comida y medicación. Era una vez por semana. Ella empieza a ir y ve cómo los bolsos iban a una camioneta. Una persona nos dijo que miráramos la matrícula y después nos confirmó que era un vehículo del Batallón 13. Era horrible cuando traíamos el bolso. Mi madre lo ponía en la cocina y lo daba vuelta. Volvía con comida podrida y ropa manchada de sangre. A veces, ropa ajena. Supimos que nunca le llegaba la medicación, ni los lentes que le mandamos… Después vinieron dos soldados a pedir un colchón y supimos que le autorizaban la primera visita, porque lo habían pasado al Batallón del kilómetro 14 de Camino Maldonado.

–¿Llegaron a confirmar por dónde estuvo?

–Sí, pero recién ahora, durante la investigación que personalmente empecé hace dos años. Estuvo en la Casa de Punta Gorda, el «infierno chico», después en la Cárcel del Pueblo, donde los tenían desnudos, atados, vendados y tirados en el suelo para recuperarlos y seguir torturándolos, y el 2 de noviembre del 75 lo pasaron al Batallón 13, el «300 Carlos» o «infierno grande», hasta que lo llevan a camino Maldonado…

La visita

–¿Allí fue la primera y última visita?

–Nos autorizaron una visita de sólo media hora. Teníamos que repartir el tiempo entre mi mamá, mi hermana mayor y yo. Primero pasaron ellas, y me quedé para la revisación. Fue horrible. Yo tenía 13 años. Me llevó una soldado a una habitación chiquita y vacía. Me ordenó que me sacara la ropa. Yo era una menor, pero igual me trataba de usted. Yo estaba educada como una niña de entonces. Me saqué con timidez los zapatos, la ropa y me ordenó «la ropa interior»… Fue una vergüenza. Quede parada, desnuda. Ella me dio una vuelta, salió y me dejó sola, así… Volvió a entrar y me ordenó «vístase» y me dijo que tenía que ir a la calle, en la vereda de enfrente… Fue humillante y aterrador. Esos minutos de espera de mi madre y mi hermana se me hicieron eternos…

–¿Pero entraste?

–Salió mi hermana, me hizo un gesto y entré. Esa visita sí, me marcó para el resto de la vida. Porque… No solo el hecho de verlo y darte cuenta de que no había pasado nada bueno… (se angustia). Yo no pude parar de llorar… Yo quería decirle algo… Algo que lo alentara, no sé, demostrarle que éramos fuertes (llora, no puede hablar). Mi mamá me dijo que no llorara más y mi papá le dijo que me dejara llorar… Siempre he vivido con esa culpa de no haberle podido decir que lo
quería… (seca sus lágrimas y traga saliva)… No pude.

–¿Fue la última vez que lo viste?

–Sí… (acomoda la garganta). Estaba del otro lado de una mesa. Estaba blanco como un papel, cuando era morocho como yo…de ojos verdes era (sonríe como si lo viera)… usaba bigotes, pero se los habían afeitado, igual que el pelo. Me acuerdo que las manos las tenía siempre debajo de la mesa y mi mamá me contó que no las sacaba porque le habían arrancado las uñas con la picana… Escondía las manos para que yo no las viera… Eso fue el 14 de marzo…

El «recreo»

–¿Al día siguiente fue aquel «recreo»?

–No era un «recreo». Los sacaron al aire libre porque ya los iban a pasar al Penal y los trataban de recuperar un poco. Después supe, al investigar, con sus compañeros, que dos días antes ya los habían sacado, encapuchados y en trencito, al patio trasero del cuartel. Me explicaron que cuando caminaban sintieron que había pasto en sus pies. Por eso, cuando volvieron a la barraca idearon que en la próxima salida al patio trataría de hacer una pelota de trapo para jugar al fútbol, eso los entusiasmaba.

–¿Qué pasó en aquella salida?

–Me cuentan que los sacaron y había un campo. A lo lejos veían los aviones del aeropuerto. Estaban rodeados de soldados armados que marcaban el límite de dónde podían estar. Para ellos era que se terminaba la tortura. Se separaron para armar los cuadros. Mi padre pidió para jugar y los compañeros, que ya sabían de su afección cardíaca le dijeron que no le convenía. Lo dejaron que se parara en el arco. No habían pasado tres minutos de que salieron al patio. No habían empezado a jugar. Le pasaron la pelota, como si estuvieran calentando. Quiso agarrarla y cayó… Le hicieron respiración artificial y masajes al corazón, mientras gritaban por un médico. La guardia no se movió. Vino una autoridad. Los hizo tirar a todos boca abajo y ordenó que cuatro lo cargaran hasta un jeep que estaba en una subida, a más de cien metros. Mi padre era corpulento, no podían con él. Les suspendieron el recreo y no supieron más de él.

–Había muerto…

–De noche se enteraron. Vino un oficial y les dijo: fulano de tal falleció. Pidió un voluntario para decírselo a la familia. El 16 llevaron a un compañero a casa, encapuchado y esposado. Lo bajaron. Estábamos mi hermana y yo. Me acuerdo su cara cuando le dijo a mi hermana: «Tu padre murió». Es una imagen que también me quedó. Mi madre estaba en el BPS tratando de reiniciar un trámite que me padre había comenzado para jubilarse por enfermedad. Cargaron a mi hermana en la camioneta y la llevaron al BPS para que se lo dijera a mi madre. Era algo con saña. Mi madre estaba haciendo una cola cuando le dijeron. Le vino un ataque de nervios. La llevaron con el compañero preso y la dejaron detenida en el cuartel de La Paloma, mientras mi hermana iba al Hospital Militar para reconocer el cuerpo. Solo le mostraron la cara. De ahí la a la empresa fúnebre… Nos entregaron el cajón cerrado con prohibición de abrirlo y un certificado de defunción firmado por el doctor Mautone que decía que había sido «una insuficiencia cardíaca mientras jugaba un partido de fútbol».

La investigación

–¿Por qué empezaste a investigar el caso treinta años después?

–Porque esos treinta años no fueron vida. Todo cambió desde el día que se llevaron a mi padre. Se destruyó la familia. Empecé a comprender todo lo que estaba pasando. Sentí miedo, terror, de todo. Sufrí mucho. Mi madre no quedó bien. Yo quedé nadando en el medio… Con aquella imagen de mi padre y todo lo que no le pude decir. Me sentía culpable por haber llorado… Viví treinta años con eso.

–¿Nunca habían hecho la denuncia?

–Mi familia nunca quiso denunciar. Tampoco investigó. Yo dejé de estudiar a los 15 y me tuve que poner a trabajar. Me ennovié a los 18 y seis meses después me casé. No podía seguir viviendo en esa casa que mi padre había construido con sus manos, donde viví mi infancia. Hay cosas que hasta hoy no puedo superar. Todavía no puedo festejar las fiestas, por ejemplo. Las paso sola. Siempre pido para trabajar ese día… He hecho terapia, que me ha ayudado muchísimo.

–¿Investigar te ayudó?

–Es mucho el dolor. En diez años que estuve casada no le conté a mi marido lo que había sufrido. Si hay algo que lograron fue el silencio. Pero ahora, me sentí con las fuerzas necesarias; también había estado la Comisión para la Paz y, con este gobierno, sentí otro respaldo. Antes, ¿quién me iba a escuchar?

–Pero ahora se presentaron ante la Justicia…

–Sí, a través de Serpaj, donde había ido cuando empezó la democracia. Había estado con Alberto Silva en la radio y con Germán Araújo en el Parlamento. Escribí recordatorios en sus fechas en El Popular. Pero ahora me decidí, volví a Serpaj y con la doctora Pilar Elhordoy presentamos la denuncia. Investigué desde cero. Vi el lugar donde mi padre hizo su último trabajo como albañil en la casa de un conocido, toqué la pared que él construyó… y hasta me pareció verlo trabajando con la cuchara. Encontré testigos. Unos me llevaron a otros hasta conseguir una veintena y poder armar la historia y, de algún modo, reconciliarme conmigo y mi padre.

El archivo

–La causa ingresó al Juzgado Penal de 19º turno…

–Sí, con el juez Luis Charles y la fiscal Elsa Machado. Presentamos toda la prueba el 27 de octubre de 2007, un año después de empezar la investigación. En noviembre el caso fue excluido de la Ley de Caducidad y en febrero empezaron a llamar a los testigos: mi madre, mi hermana, yo y 23 personas más. Después pasó a Fiscalía y no supimos nada más. Nos enteramos que citó al médico Milton Sarkisián, director del Hospital Militar entonces. Declaró no acordarse de nada.

–No hubo más indagatoria.

–No, hasta este 5 de diciembre en el que el juez Charles nos citó para decirnos que la fiscal Elsa Machado había pedido el archivo del caso.

–¿Con qué argumentos?

–Supuestamente, argumentó que los mandos militares están todos muertos, que los mandos medios están amparados por la Ley de Caducidad y que la muerte de mi padre es poco clara.

–¿Y qué pensás?

–Que los mandos no están todos muertos, porque Bordaberry está vivo, y a los mandos medios igual se los podía llamar como testigos. Y si la muerte no le resultó clara podría haberla investigado. Cualquier persona con los antecedentes cardíacos de mi padre, sometida a semejante tortura por cinco meses, estaba condenada a una muerte segura. Yo hoy me pregunto, ¿cómo aguantó vivo cinco meses? Sólo porque era joven y fuerte. Tenía 38 años de edad.

–¿Intentaron hablar con la fiscal?

–No le conozco la cara. Nunca se presentó a la audiencia y dos veces se negó a recibir a la abogada. Esa fue nuestra representante pública. Siento impotencia. Era posible que luego lo archivara, pero primero tendrían que haber llamado a dos o tres de los denunciados. Lo siento como una tomadura de pelo.

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